ALEXANDER GUTIÉRREZ/ EL PILÓN
El sol de enero es abrasador en San Diego. Rescoldos de brisas decembrinas aún se dejan sentir en las calles. Algunos vecinos del pueblo ven pasar las horas sentados en la terraza de sus viviendas, al abrigo de árboles de mango y de higuito. Otros, hacen cualquier cosa. Barrer el frente, comprar víveres en la tienda o reparar en el foráneo. Un poblador del barrio Arabia apura los tragos de una garrafa de cerveza mientras escucha canciones de Diomedes Díaz. Tiene fama de bebedor empedernido, según se aprecia.
A través del equipo de sonido, se siguen una decena de canciones de Diomedes, entre ellas, La Juntera. Fabio López –el acordeonero de todos los festivales–, también habitante del barrio Arabia, ha salido a una diligencia, pero no demora en llegar.
Ay, las sabanas de La Junta/ Testigo de mi sufrir/ Ay, las sabanas de La Junta/ Testigo de mi sufrir/ Ellas le pueden decir/ Lo mucho que usted me gusta/ Ellas le pueden decir/ Lo mucho que usted me gusta.
–Buenos días, ¿cómo está? –saluda Fabio López desde la terraza de su cuchitril. Había pensado que hiciéramos esta entrevista aquí –dice al visitante, ya dentro de su pequeño domicilio, que sirve a la vez cuarto y sala de recepción, ¡pero oiga esa bulla del vecino!
–¿No hay patio? –Inquiere el visitante.
–Sí, pero aquí no –dice, señalando la casa contigua que es de su propiedad y tiene en arriendo. Vamos a la otra casa –repone. Creo que allá hay menos interferencia.
En la cuadra inmediatamente anterior –o posterior, según se esté ubicado– vive Nellys Doria, con quien Fabio tuvo a sus dos hijas, Liliana y Fabiola López. Allí está la tienda de víveres que juntos impulsaron y hoy es administrada por Liliana. Desde la sombra brindada por la techumbre de la tienda, Nellys ve venir a Fabio y al visitante.
–¿Qué van a hacer? –pregunta Nellys con un asomo de curiosidad.
–Una entrevista –responde el visitante.
–¿Sabe una cosa? –continúa Nellys. Fabio le ha entregado casi toda su vida al folclor vallenato y aún no ha recibido ningún reconocimiento.
Fabio, natural de San Diego, es de mirar sosegado, pómulos y ceño marcado y cabello entrecano. Camina con calma y paciencia, virtudes con las que aprendió a tocar el acordeón cuando era un muchacho de tan solo 16 años, sin instructor y desafiando los pronósticos desalentadores de varios coterráneos. Nellys, oriunda de Montería, es de melena bermeja y piel pigmentada por la edad. De fácil palabra, trato comedido y gestos resueltos. En su rostro se advierten las magulladuras por una caída reciente.
Una vez dentro de la casa de Nellys, Fabio y el visitante siguen a un pequeño patio donde hay flores trinitarias, crutones y un poto que ha empezado a trepar por el tallo del árbol de mango. Nellys y Fabio cuentan a dos voces su historia de vida en San Diego.
“Hace más de 30 años que pudimos obtener estos lotes y empezamos a construir. Antes de eso, deambulábamos por casi la mitad del pueblo alquilando casas. Vivimos en un cuarto de barro, en el que de noche quedábamos apretujados. Eran casas en las que había tres y cuatro familias. Después, hicimos dos casas, una en la que vive Nellys y otra, en la que vivo yo. Ella ha venido trabajando y sacando su casa adelante”.
–¿Qué actividad comercial tenían, inicialmente, en el pueblo? –Pregunta el visitante.
–Mi comienzo –dice Nellys– fue trabajando en casa de familia.
–Y el mío, en la música, dice Fabio.
Nellys, de 68 años, llegó a San Diego a la edad de 18, en pleno auge de la bonanza del algodón en el Cesar. Buscaba nuevos horizontes. Cuando se conoció con Fabio, a principios de la década de 1980, este ya empezaba a ser un acordeonero connotado, al lado de Leandro Díaz. Vivirían bajo el mismo techo durante casi 30 años.
Para entonces, Nellys había tenido sus dos primeros hijos. Se ayudaron mutuamente en la construcción de la casa y la tienda. Ella, además, consiguió trabajar como madre comunitaria por espacio de 15 años, labor que dejó luego de la aparición de una enfermedad cutánea por la que aún recibe tratamiento médico. “La historia es larga, pero ahí estamos”, asegura Nellys. Hoy por hoy, no comparten vínculo sentimental, pero mantienen la amistad. Inclusive, Nellys atiende a Fabio con la comida.
–Lo que él quiera comer, se le brinda –apunta Nellys.
–Yo todavía soy de esta casa –asegura Fabio entre risas.
Nellys sale a atender sus quehaceres. El visitante queda a solas con Fabio, quien narra uno de sus más memorables encuentros con el acordeón. El hijo mayor de Nellys advierte, de forma parcial y en silencio, el diálogo de los interlocutores. Se halla en el fondo del patio, lavando la ropa.
“Una vez llegó un señor por ahí, como mandado de Dios, vendiendo un acordeoncito de dos teclados que traía en un saco de algodón. Estaba en mal estado. Recuerdo que lo arregló un señor que se llamaba Carlos Noriega ‘Carlitos’, de ahí de La Paz. Aprendí solo. Después de darle por mucho tiempo, cogí la melodía de ‘Lucero espiritual’ y de ‘La primavera’, de Leandro Díaz. –Hay un señor que vende un acordeoncito barato. Vamos a comprarlo y lo mandamos a arreglar y ahí voy aprendiendo poco a poco, dije a mi papá en ese entonces.
De oídas, Fabio siempre supo que su papá, Abraham Antonio ‘El chijo’ López, tocaba el redoblante en la banda de viento local de la época y su abuelo ejecutaba el acordeón. La herencia musical también prodigó dones a varios de sus primos y tíos acordeonistas. No obstante, la pobreza en la que creció Fabio y que su padre procuraba atenuar con las escasas ganancias de la ebanistería –su oficio permanente– aparecía como la amenaza recurrente del destino que vislumbraba para sí. Quizá el talento no sea otra cosa que la persistencia en medio de la dificultad.
También por aquel tiempo en que arreciaban las penurias, Fabio comenzó a ayudar a su madre, Luisa Murgas, en la molienda del maíz para la elaboración de arepas que luego vendía él mismo en la comarca con un pregón que se volvió popular. ¡Arepa a 50 ere pesos! Después, se dedicó a embolar zapatos en La Paz. Embolaba el calzado de los Oñate, los Morón y los López; “la gente tesa, de la sociedad”, según refiere.
–López, entre debajo de las camas y coja to’ esos zapatos, embólelos –le ordenaban.
Recibía comida de sus clientes, variedad de presentes y hasta aguinaldos en el último mes del año. Fue en La Paz, mientras hacía su trabajo de embolador, donde sucumbió al hechizo de la música de los hermanos López. Las notas de Navín, de Miguel y de Álvaro alimentaron su sueño de tener algún día ese instrumento embrujado que podía pasearse por las tonalidades más sensibles del alma.
De repente, le invadió una visión retrospectiva. Es otro suceso de una serie encadenada que moldeó su destino de forma inexorable.
“La idea de ser músico surgió con los amigos en el barrio, los compañeritos. Formábamos las pachangas. El uno con un balde. Otro con un rayador y trinche y yo armaba con un cartón el acordeón, hacía la forma del fuelle. Parrandeábamos. El ron lo hacíamos en una botella con agua a la que llenábamos de agua y limón”.
Al ser consultado por el tiempo que le tomó aprender a ejecutar el acordeón, Fabio asegura: “Me demoré mucho porque no tuve maestro. Pero de tres años para allá, comencé a tararear las primeras canciones y tocaba con unos amigos de La Paz”.
Una vez arreglado el primer acordeón que tuvo en su vida, comenzó un período de adversidad y desaprobaciones. Un vecino, de nombre Nicolás Fuentes, le decía a su papá, el viejo Abraham, que estaba decepcionado, que Fabio quizás no aprendería, que todo el tiempo era el mismo ‘firi firi’. Este respondía que de todas maneras lo iba a dejar, a ver hasta donde llegaba. Otro, llamado Hugo Araújo, una vez llegó a su casa a decirle a su papá que vendiera el acordeón porque Fabio no iba a aprender.
Pero no todos fueron desaires. Un hijo de Hugo Aráujo, que iba y regresaba de Venezuela, lo vio con el acordeoncito de dos teclados y le prometió un acordeón. “Llegó el hombre y me dio la plata. Lo compré nuevecito, en Maicao, de tres teclados. Eso hace más de 40 años”, relata Fabio.
–Cuando cuento esas historias me dan ganas hasta de llorar –declara, nostálgico. Aprendí solo. No he sido famoso, pero no me quejo de la vida como músico.
En la actualidad, con 64 años, Fabio López es acordeonero de planta en distintos festivales de música vallenata que se hacen en los municipios y corregimientos del Cesar, incluyendo el Festival de la Leyenda Vallenata, en Valledupar. “Acompaño al que no lleva acompañante, en la canción inédita. En la piqueria, si soy yo solo. Si hay 50 verseadores, tengo que tocarle a 50 verseadores”, dice. Espera una pensión vitalicia por su aporte al folclor y al proceso formativo de acordeoneros como Lucas Dangond, Alexander Calderón y Raúl López.
–Mi meta es que entre más viejo me ponga, más experiencia adquiero. Yo me dedico únicamente a esto. La gente me dice que, entre más viejo, más toco. Pero ese es el empeño, el esfuerzo que yo hago, la disciplina que hay que tener con el arte –concluye.