Estaba yo sonriente, como un buda raquítico a punto de la iluminación, cuando sonó mi celular: era el secretario de cultura municipal de Villanueva, La Guajira, convidándome a nombre de la secretaría departamental a ser parte de la comitiva guajira en la FilBo de este año. En el 2009 había estado, por primera y última vez. En esa ocasión fui invitado a ser parte de un evento en un hangar inmenso, alquilado para la conmemoración del día de La Guajira, en plena capital, en plena feria internacional.
El hangar estaba dividido en dos secciones, en una se desarrolló la parte protocolaria, de entrega de pergaminos y lecturas de fragmentos de libros premiados en las anteriores convocatorias- las del 2007, que estuvieron a punto de embolatarse pero que gracias a gestores locales lograron desenredarse. Recuerdo mis llamadas quincenales, que luego pasaron a ser mensuales, al coordinador de las convocatorias, y su estoicismo: Seguiré pacientemente llamando- le decía yo. Seguiré pacientemente respondiendo- me contestaba él. También recuerdo que ese día no leí, me senté en el estrado junto a los demás premiados pero no quise, por creído y tímido, aunque más por creído, a pesar de que en ese momento mi argumento era que siendo mis textos tan anodinos seguramente no irían a causar un efecto shock en el público y quedaría en ridículo. La otra sección del hangar fue para el after party, celebrado a las cuatro de la tarde y en donde se ofreció jugo de corozo con arroz de camarón frío. Me dio risa que no alquilaran sillas ni mesas, y que los invitados- porque para entrar al evento debíamos tener escarapela y tal- debiéramos comer sobre la alfombra, intentando mantener diálogos amenos con coterráneos mientras aspirábamos los ácaros tóxicos que vivían en los tapetes de Corferias.
Allá conocí al escritor John Junieles, que asistió al evento y pasó a saludar. Preguntó por mí y me lo presentaron. Estaba yo sentado en posición de loto, comiendo arroz, bebiendo jugo y conversando con una poetisa, cuando llegó con su sonrisa de bodhisattva y me contó que había sido parte del jurado que le otorgó el premio de creación a mi libro de poesía, y me invitó a seguir escribiendo. Lástima que desde ese día perdimos el contacto porque me pareció buenagente, así que lo tomé como la aparición de un ángel de la guarda caído al cual confieso nunca he leído.
A pesar de ser consciente de que era más fácil encontrar un filete en el fondo de un estanque de pirañas que un editor dispuesto a publicar textos de autores underground en la Feria del libro de Bogotá, mi propósito principal este año era intentar conseguir uno. El primero de mayo, día del trabajo (del desempleo), a la una y veinte p.m.
estaba en el Alfonso López. Y de ahí al Dorado, y de ahí al hotel, y de ahí sí, a comerme lo que quedaba de la FilBo 2015, a devorar las migas del homenaje a García Márquez que había servido de plataforma para cuanto corroncho hay, incluida la vieja que se hizo famosa por tuitear que García Márquez debía chamuscarse en el averno.
Iba expectante pero sin expectativas, para mí el solo paseo era más que suficiente. “La hora de salida del vuelo es a las 2:48 p.m. Favor estar puntual- decía el e mail de la coordinadora de la secretaría de cultura- al llegar a Bogotá se reúne el grupo completo para que los puedan llevar al hotel”.