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Evolucionando a la incultura

Hace ya algún tiempo, nos precipitamos a una sociedad más inculta, más pobre, con más tiempo de ocio, al albur de sus propios medios y que inevitablemente tendrá un pensamiento más radicalizado y como podemos palparlo, con un alto grado de sumisión al poder. Un poder que cada día polariza más los adeptos de cada orilla diferente, aunque en realidad no sepan cuál es la causa que defiendan y por la que gritan.

El deterioro social en el que nos encontramos inmersos obedece a la falta de cultura, aunque “incultamente” no lo reconozcamos. La cultura no solo es arte, esta trasciende más allá y engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, creencias y tradiciones, aspectos que paulatinamente se han ido evaporando o desplazando en forma constante.

Hoy tenemos abundancia de información y pese a ello creo que nos ahogamos con la misma y nos asfixiamos por la falta de conocimiento como oxígeno. Hoy, el aprendizaje de muchas cosas que podría, incluso, ser de utilidad, no llama la atención y, por supuesto, mucho menos se nos muestra o enseña en alguna cátedra sencilla.

El mundo ha evolucionado y nos encontramos en una era en donde, al parecer, todo lo tenemos a un clic de un botón, ya sea de nuestro ordenador o de nuestro teléfono. Hoy la atención “personalizada” que se nos ofrece a través de los mal llamados “call centers” se realiza interactuando con mensajes robotizados que supuestamente agilizan nuestras peticiones, quejas o trámites y, lo peor, es que nosotros, intimamos de tal manera con los robots que nos atienden hasta el punto que en ocasiones logran desesperarnos como cualquier ser humano.

La voz inmaterial presta a atendernos ya no repara en el clima del día, ni pregunta cómo estamos, al menos, para romper el hielo en un inicial conversatorio y sin embargo, es evolución. Se supone que más eficiencia. Desde hace tiempo observamos que vivimos en un exceso de modernidades, muy evidentes, excesos que han venido transformando nuestra realidad, basta mirar todo lo que nos rodea en la actualidad. A pesar que hemos evolucionado en defectos, si analizamos con detenimiento creería que nadie desea volver al medioevo o ni siquiera al siglo XIX aunque impere un pensamiento débil que bajó los humos de muchos que estaban seguros de las cosas y se han obligado a aceptar la trascendencia del mundo en general.

Lo nocivo y peligroso es que nuestra aparente evolución ha derivado en un pensamiento debilitado, lo cual es otra cosa. Hemos abierto sin quizás proponérnoslo las puertas a la cultura de la incultura por denominarlo de alguna manera, un estado carente de las cosas que nos está retrotrayendo a una especie de estado mental y social pre-presocrático. Nuestros computadores, tabletas electrónicas, celulares o cualquier otro dispositivo funcionan imponiéndonos conductas y patrones incultos y hasta inhumanos aparentando que son la evolución en libertad de la sólida modernidad ilustrada constituyéndose en una forma muy vigorosa de pensar, aunque paradójicamente no lo hagamos. 

Hoy, los niños no saben escribir frases completas en un computador (menos por su propia mano) pero mantienen largas conversaciones revestidas de emoticones y reflejando sus propios avatares entendibles para la nueva generación. Tal vez, muchos para indicar que todo está bien, nos ahorramos un “qué bien” reemplazándolo con un pulgar hacia arriba y manifestamos nuestras emociones igualmente con otro tipo de figuras que reflejan nuestros estados de ánimo temporal. No digo que no lo hagamos, pero, ¿no sería mejor decir: “Estoy triste” o un “Te amo con todo mi corazón” en vez de enviar las figuritas?

Trascendemos, es cierto, algo inevitable, sin embargo, depende de nosotros mismos que las ruedas que nuevamente se inventen día a día sean de asombro y, lo mejor, de utilidad y beneficio para la humanidad. Enviar una taza de café jamás reemplazaría a decir buenos días, o enviar la figura de una cara triste, jamás reemplaza la búsqueda del hombro de un amigo para aliviar las penas cuando más lo necesitamos.

Por: Jairo Mejía 

Categories: Columnista
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