Hoy recordamos al ídolo de las multitudes con su arrolladora personalidad. Cuando él sonreía todos vibraban de alegría, cuando él les hablaba, absortos lo contemplaban con la misma reverencia que a un sumo pontífice, pero cuando él cantaba, los corazones se estremecían de emoción y júbilo prodigándole una frenética ovación que rayaba en el delirio. Allí se escondían los pesares, desaparecían las penas, se olvidaban los rencores, florecían amoríos, se estrechaban nuevos lazos, renacían esperanzas y hasta le rezaban una oración; esta era la magia de Diomedes, alegrar cantando la vida de sus seguidores.
Cuando él, ya con la fama en el hombro, inició con paso victorioso su ascenso hacia el más alto pedestal que tiene el vallenato y que solo él ha podido alcanzar, comenzó sin proponérselo a cambiar los hábitos que para divertirse tenían los que entraban a las casetas y posteriormente a los conciertos. La gente dejó de bailar, de cantar, de aplaudir y de amacizar la pareja solo para admirar a Diomedes. Miles de hombres y mujeres observándolo maravillados y sometidos por su forma de cantar se olvidaban de todo y con las más delirantes expresiones le pedían. ¡Otra! ¡Otra!.
Con su natural intuición y una gran sensibilidad musical Diomedes logró superar las críticas que al comienzo de su carrera le llovían, para en un tiempo, relativamente corto, lograr el conocimiento de las intimidades de la vocalización y descifrar los secretos del canto vallenato. El perfecto manejo de la acentuación requerida en las canciones que interpretaba le permitía transmitir todo el sentimiento contenido en ellas. La entonación de su voz iba desde un susurro en una súplica de amor, o un gemido en una elegía y su tono era complaciente en un galanteo, pero duro en el reproche, meloso en la conquista, y altanero en un desafío, hasta el grito festivo de un canto parrandero. Sencillamente sabía cantar, y con su voz quizás la más melodiosa del vallenato le daba su toque personal a cada canto de acuerdo a la letra y a la melodía, todo en concordancia con su expresión corporal. Cuando cantaba un tema romántico con su mano derecha se tocaba el corazón, si en la letra exteriorizaba una pena abría los brazos en señal de crucifixión, en un canto triunfalista sonreía blandiendo la mano hacia arriba con el puño cerrado y a veces con una genuflexión de rodillas invocaba a la Virgen del Carmen. Característico en él cuando los instrumentos se venían en una descarga ante un ritmo frenético, era el vertiginoso tableteo del brazo engatillado y con un inesperado salto hacia arriba silenciaba la ejecución del grupo. Realmente en la tarima Diomedes era un verdadero fenómeno.
El cacique vive aún en el corazón de la tribu que tiene siempre con pasión el mejor paliativo para las penas del alma: su voz y sus canciones.
Por: Julio C. Oñate Martínez.