El estalinismo se puede resumir en tres aspectos: cooptación de los poderes del Estado por el ejecutivo, estatización de la economía y persecución a los adversarios políticos. Además, este “istmo” siempre va acompañado del culto a la personalidad y a la sacralización del individuo que ostenta el poder total. Eso sucede en Venezuela. Pero no hay que confundir al estalinismo con el concepto de izquierda que es una mirada diferente de cómo algunos sectores de la vida de una nación o pueblo puedan conducirse dentro de la democracia, idea que nunca se debe perder.
El estalinismo no solo es una tendencia en algunos gobiernos izquierdistas; también la practican los de la orilla opuesta; Hitler, Musolini y Franco la practicaron; igual, todas las dictaduras militares del cono sur, tipo Pinochet y Videla, y otros gobiernos con apariencias democráticas como ocurrió en Colombia con Álvaro Uribe y otros. Por desgracia, las democracias son como la plastilina que se deja moldear y uno sigue viendo la misma plastilina. Para algunos teóricos de la izquierda colombiana, esta afirmación hecha por quien se ha mantenido del lado de esa otra “mirada” o forma de resolver los problemas socioeconómicos de un pueblo, podría verse como una herejía.
No amigos, no hay que apegarse al dogma de que todo lo que apunte a derribar a las viejas élites explotadoras, es izquierda. Una verdadera izquierda no le puede hacer el juego al confusionismo ideológico; la izquierda debe propender por la eficiencia y eficacia de las funciones públicas, dentro de un rango óptimo de tolerancia en la confrontación de las ideas. Hay sectores que el Estado no debe delegar como son la justicia, la educación y la salud; eso es estratégico. Incluso, hay países, que estando dentro de la órbita del capitalismo, no los delegan; p. ej., Finlandia, un pequeño estado escandinavo de la Comunidad Europea, con un régimen semi parlamentario, con un PIB equivalente a los dos tercios del nuestro, es la 42ª economía del mundo. Allá la educación es fundamental y pública en todos los niveles; en sus escuelas y universidades comparten pupitres pobres y ricos lo que fortifica el núcleo social; la educación privada disocia y divide en élites a una nación. Hoy, este país tiene el mejor sistema de educación del mundo. En este sector, como en salud, Finlandia gasta más del 7% el PIB. Esas banderas son las que la izquierda debe izar. La izquierda latinoamericana debe remozarse y civilizarse y no dejarse estigmatizar por trogloditas; en un mundo encadenado, otra revolución bolchevique no será posible.
Ni Maduro ni Ortega deben ser nuestros referentes, esto sería suicida para los movimientos alternativos; “hay que beber en las canteras” de Pepe Mujica, un guerrillero que fue presidente de su país, un hombre aterrizado y coherente en sus ideas y hechos. Que los privados sigan moviendo los sectores reales de la economía pero con criterio social. Pero Maduro no tiene claras estas nuevas realidades; lo que si pueden darse son transformaciones necesarias, éticas y conceptuales en el manejo del Estado y administración de lo público. La Venezuela ideal no es ni la de Maduro ni la de los Capriles y compañía; ya ellos han gobernado a ese país por décadas y la Venezuela saudita no ha salido del tercermundismo pese a sus riquezas petroleras. Viví seis años allá y sé cómo se desviaban los recursos públicos. PDVSA ha sido la caja menor de la clase política adeco-copeyana, sus directivos vivían en Miami a donde iban todos los días en jets privados. Los Capriles y asociados fueron los que sabotearon el acuerdo de Caraballeda sobre la plataforma del golfo de Coquivacoa. Eran tiempos difíciles para los colombianos de allá. Venezuela como Colombia, necesitan encontrar sus propios caminos, dentro de una realidad objetiva. Nosotros tampoco vivimos en un paraíso, las refriegas de muertes de allá son un relámpago de lo que aquí hemos vivido; el exterminio de 4.000 miembros de la UP y algo parecido a los que dejaron los falsos positivos, sin contar los que quedaron de la confrontación armada de 52 años, no dan lugar a comparación alguna.
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Por Luis Napoleón de Armas P.