BITÁCORA
Por: Oscar Ariza
La queja de quienes se consideran defensores del idioma hasta el punto que han constituido una élite que se fortifica en las academias de la lengua, diccionarios y la gramática para discriminar a todo aquel que se atreva a innovar con términos o palabras en su derecho natural de ser hablantes nativos de un idioma, ha caído en sempiternas y dogmáticas discusiones que se niegan a reconocer que las lenguas cambian constantemente sin que se puedan frenar estas transformaciones por influencias externas, muchos menos por las internas que son producto de la creatividad a que todo hablante apela como usuario de su lengua.
Quienes caen en fundamentalismos, al señalar a todo aquel que se atreve a poner en práctica la función creadora del idioma sin que funja de poeta o escritor, deberían saber que todas las lenguas están sometidas a cambios o transformaciones, tanto en su parte interna como en el contacto que establecen con otras lenguas, sin que por ello se ponga en riesgo la identidad lingüística que nos determina como nación.
Un reducido grupo de personas que conforman las academias de la lengua se ponen de acuerdo sobre cuáles palabras pueden ser autorizadas para usarlas, validando como buenos pontífices qué está bien o qué no está bien decir, mientras que en las calles, hogares, colegios y donde quiera que se hable con libertad y con intención de seguir manteniendo al castellano como lengua dinámica, viva y creadora, la norma la seguirá imponiendo el uso diario.
Las lenguas no cambian o dejan de cambiar por capricho de una persona. Estas transformaciones internas están sujetas al intercambio sociocultural desde el quehacer cotidiano y a la necesidad de no cuadricular el idioma, pues se necesitan palabras frescas, las personas quieren tener sus propias expresiones para identificarse en su estilo individual o colectivo sin que otros se las impongan. Crear nuevos términos no es un vicio ni pecado; es una tendencia natural de todo hablante.
El español ha estado sujeto a cambios desde siglos por contacto con otras culturas. Fueron los pueblos celtas, vascos, visigodos, árabes y romanos quienes ayudaron a transformar la lengua. Posteriormente el descubrimiento de América ayudó a incorporar nuevas expresiones que en su mayoría provenían del quechua, el guaraní y el arawak, pues para el conquistador asombrado “el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo,” en palabras Garciamarquianas. Luego los esclavos africanos harían también su aporte.
Sólo hay que leer las crónicas del descubrimiento y conquista de Antonio de Pigaffeta, Bernal Díaz del Castillo o las cartas de Hernán Cortes al rey de España, entre otras, para entender la necesidad de involucrar al idioma esos términos que daban cuenta de la existencia del nuevo mundo ante la ausencia de referentes claros que permitieran explicarlo o describirlo desde el Castellano.
Esas influencias externas fueron necesarias, en su momento, como lo sigue siendo la incorporación de nuevos términos que aluden a la tecnología e informática específicamente y algunos calcos lingüísticos de otras lenguas producto de la globalización. De dichas influencias externas hay que ser celosos, para que el español no pierda espacio frente a lenguas como el inglés que tienen un avasallaje enorme por su fuerza económica y mediática contenida en la internet, el cine, música y video juegos, entre otros, pero ¿cómo evitar que se generen cambios al interior de la lengua como resultado de su mismo uso?.
La defensa del español no puede convertirse en una disciplina para perros que estigmatice a todo aquel que se aleje de la convención de las academias de la lengua, para acercarse a la convención social de los usuarios que la manosean, decoran o deforman en la cotidianidad, pero que en todo caso tienen derecho de hacer uso de ella por economía o comodidad lingüística, pues quien crea palabras nuevas no maltrata el idioma ni lo habla mal; por el contrario lo enriquece.
Cuando una persona inventa nuevas expresiones da un viraje creativo a la lengua, convirtiéndose en elemento clave para mantenerla viva y dinámica, desmitificando el valor sacro que han querido otorgarle sólo a poetas y escritores de literatura, como si fueran los únicos con licencia para proponer nuevos usos o nuevos términos en una lengua que es propiedad y responsabilidad de todos, no de unos pocos ungidos por la extraña y delirante fuerza de la sabiduría que los lleva a asociarse en academias de la lengua, desde donde se pretende dar órdenes de cómo hablar, olvidando que en cuestiones lingüísticas, la norma la hace y establece el uso diario.
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