La esencia del ser humano pareciera ser predominada por un gen egoísta, cargado de envidia y hasta de resentimientos, pues a muchos les cuesta en determinados momentos aceptar las bondades de los demás y reconocer con humildad que hay personas a las que hay que escuchar, seguir y tal vez seguir su ejemplo.
La historia nos ha mostrado muchos personajes que pueden ostentar una verdadera calidad de líder, no importando su condición, edad, raza o credo; su presencia en la humanidad ha permitido cambiar el rumbo de la misma y ha permitido sembrar hasta doctrinas y enseñanzas que aun practicamos sin detenernos algunas veces a pensar lo bien que nos hace implementar las mismas.
En alguna oportunidad, no sé si aquí o en otra parte, hablaba sobre las enseñanzas de Buda, Confucio, Sócrates y Jesús, cuatro personajes insignes de la historia de la humanidad, todos admirados, figuras importantes a lo largo de la vida de muchos y protagonistas, sin duda alguna, de nuestra existencia en la Tierra. Incluso, si analizamos bien nuestra vida podemos darnos cuenta que poblando nuestras mentes de sus enseñanzas nos convierten de nuevo en estudiantes y nos permiten admirar a estos maestros carismáticos conjuntamente con quienes vivimos nuestras vidas.
Sin embargo, debemos notar que hay algo en común que tenían estos verdaderos maestros, es que no escribieron, al contrario, insistían en reunir a sus discípulos y enseñarles a través del diálogo, hablándoles de frente. Esa decisión de no utilizar la escritura es un hecho fascinante y maravilloso y surgió, como bien nos lo dice Martín Puchner, justo en el momento en que la escritura alcanzaba mayor difusión y disponibilidad, como si estas culturas manifestasen repentinamente su preocupación por los efectos de una tecnología que iba ganando terreno y decidieron optar por esa abstención de escribir lo que podían decir oralmente. Lógico, sus enseñanzas fueron recogidas posteriormente por sus discípulos y seguidores, convirtiéndose en textos, libros y anotaciones que hoy podemos leer y que nos remiten a ser parte de aquel grupo alegre de estudiantes y seguidores a pesar del paso del tiempo, tal vez imaginándonos congregados en torno a aquellos maestros que parecen, además, dirigirse a nosotros de manera muy personal e íntima a través del tiempo y del espacio.
Hoy, permitimos que las enseñanzas (influencias) nos lleguen a través de declaraciones escritas de personas que consideramos líderes y, hasta algunos, maestros. Pero, ojalá las mismas no estuvieran cargadas de odios y señalamientos hacia otros. Aquellos que tenemos cuenta en “X” o integramos una red social, nos damos cuenta del cargamento de palabras escritas de algunos personajes que consideramos representativos y hasta de posibles modelos a seguir, llenas de rencor, odio y animadversión hacia otros que dicen no compartir sus opiniones y perspectivas. Y nos imaginamos, leyendo sus escritos, las voces que denigran, insultan y odian a otros, perturbando nuestra propia paz interior y alimentándonos de igual forma con una palabra que tiene el poder de sembrar discordia y odio hacia nuestros mismos semejantes.
Hoy, surgen desacuerdos y es algo normal, pero los mismos no se discuten ni se debaten con altura y respeto para eliminar desviaciones o dudas, no, aquí se trata de imponer a la fuerza lo escrito por otro. Podemos discrepar, sí, es algo normal, sin embargo, a pesar de que somos integrantes de una sociedad en apariencia civilizada que nos permite a través del dialogo llegar a puntos de convergencia en beneficio de todos hacemos todo lo contrario, acudimos a las redes a masacrarnos sin contemplación alguna.
¿Será que la vía del diálogo a través de la escritura es imposible? Tal vez no. Una cosa fue la que aludí en lo que respecta a las enseñanzas de esos grandes cuatro maestros, pero podemos aprender de sus principios filosóficos legados en la oralidad para poder vivir en paz y armonía como seres humanos civilizados aprovechando las bondades de la tecnología. Que las palabras que tengamos que escribir sean escritas con respeto hacia los demás, para que las mismas sean leídas, escuchadas, comprendidas y analizadas con el mismo respeto hacia nosotros.
Por Jairo Mejía