Por: Rodrigo López Barros.
Con motivo de las celebraciones navideñas del año que ha terminado, pudimos observar bastante asistencia de las gentes a los templos religiosos, lo cual acusa cada vez más interés en Valledupar por esa dimensión humana.
Ello alienta, en medio de una comunidad nacional que en cierto modo ha venido derivando hacia un comportamiento laicista de sus costumbres, lo que, a mi parecer, está contribuyendo al descalabro ético privado y público, éste como consecuencia segura de aquél. Estadísticamente, el desempeño de la conducta individual y colectiva no mejora sino empeora. Y no solamente entre nosotros, sino que se está constituyendo en una verdad negativa mundial, al menos en el hemisferio occidental.
De todos modos, quienes tenemos convicciones al respecto y mantenemos viva la virtud de la esperanza, no podemos ni debemos abandonarlas, pues sería tanto como soltar las amarras que, en el fondo, mantienen la cohesión social evitando que naufraguemos todos juntos.
A propósito: El Papa ha dispuesto que los fieles católicos consagremos como el año de la fe el que contaremos a partir del próximo mes de octubre.
Este don puede experimentarse súbitamente o progresivamente o permanecer oculto tras las cenizas, por así decir, de un carbón, que removidas pueden dar lugar a una lumbre acogedora.
Ciertamente, el don de la fe es una experiencia religiosa, que no se ve ni se toca, pero no por ello deja de ser real, objeto de aprehensión cognitiva, así sea de manera extrasensorial o transempirica – como a este conocimiento llaman los verdaderamente entendidos al respecto – la que de todos modos puede ser observada dentro de los límites del sentido, límites que no son exclusivamente sensoriales.
Pero bueno, todo lo que antecede no podría venir a colación sin la cuestión que tiene precisamente, como fundamento el don de la fe, y es: ¿Dios existe?, ¿Él le da sentido a nuestra vida?
La sociedad laicista del mundo actual como que vacila al respecto. Y a propósito de las preguntas hechas, y las consiguientes respuestas de Juan Pablo II, en el libro–entrevista suyo compartido con el periodista Vittorio Messori, Cruzando el Umbral de la Esperanza, el hoy Beato recuerda la distinción que hace Blaise Pascal: entre el Absoluto, esto es, el Dios de los filósofos y el Dios Bíblico, el esperado porque vendría, del antiguo testamento, y el que, según el nuevo testamento, vino en la persona de Jesucristo, el Verbo Encarnado, el Personaje histórico que nació en la provincia Judea en tiempos de la dominación del Imperio romano, quien por Ser Quién Es, por Su palabra de vida eterna, por los hechos milagrosos realizados, por su muerte y resurrección gloriosa, el conteo de la historia de la humanidad se hace antes y después de Él.
Esto es algo verdaderamente insólito y revelador por sí mismo, un interrogante mayúsculo no solamente para creyentes sino también para ateos, para científicos y neófitos, sabios e ignorantes. Pues es como haberle anunciado a la humanidad entera, en términos coloquiales de ahora, la necesidad de “ponerse las pilas”, porque en adelante a partir de aquél hecho todo sería distinto, como evidentemente lo atestigua la historia.
Este Dios, que es posible entrever a través de nuestra propia especulación natural o ilustrada, es decir, racional, para los cristianos es el Dios autorevelado y humanado en la persona de su Hijo, Jesús de Nazaret. Es el mismo Dios que podemos reconocer en nuestras experiencias humanas, religiosas, ética, que lo podemos percibir dentro de los límites de nuestras propias sensaciones, dentro de los límites de las razones del corazón de que habla Blaise Pascal. Que justamente tiene el poder de darle sentido y finalidad eterna a nuestras vidas, así “no nos desvele del todo su misterio”
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