Nunca un premio Nobel me había alegrado tanto como el de la paz, concedido a Malala Yousafzal, una niña que se convirtió en un apóstol mundial en pro de la educación.
Todavía se recuerda con tristeza, ese nueve de octubre del dos mil doce, cuando el talibán le disparó en la cabeza, iba camino al colegio con otras niñas, fue en Paquistán; y en coma la llevaron a Inglaterra en donde renació, se realizó en ella de nuevo el milagro de la vida. Una vida que como ella misma lo dijo: está inspirada en todos los mayores que buscaron la paz.
Todavía se recuerda su discurso ante la asamblea general de la ONU, donde se escucharon frases como: “Yo tenía dos opciones: estar callada y morir o hablar y morir; resolví hablar.” Y Malala ha seguido hablando en pro de la educación con paz, oportunidades y salud. Dejando atrás los miedos y convirtiéndolos en fuerza y esperanza.
En su libro ‘Yo soy Malala’, dice que la paz se consigue con la educación (Ya lo había dicho Octavio Paz), pero que la educación se puede lograr con más efectividad, en paz, la armonía de todos los pueblos. Defensora de los derechos de los jóvenes y de los niños, especialmente de las mujeres niñas aún, zaheridas, ofendidas, mutiladas en su intimidad, casadas a la fuerza, objetos, solo objetos.
Mientras Malala recibía la noticia de su premio, se celebraba en el mundo el día de la niña. ¿Qué se hacía? Adornar instituciones y edificios con cintas, moñitos y lazos color rosa, enviar memes, florecitas o frases bellas por las redes sociales, pero no hubo, por parte de los medios, que tanta alharaca le hacen a las curvas de una colombina “exitosa”, un despliegue sobre el inmenso logro alcanzado por la jovencita, ni hubo invitación al gobierno para que cumpla con los derechos de las niñas a educarse para enfrentar un mundo en el que ya no debe existir la esclavitud ante un marido, ante un mayor, ante la ignorancia, ante las redes de tratas de niñas, ante los embarazos adolescentes; esa esclavitud que terminaría con educación y buenas condiciones de vida. La jovencita Nobel de Paz lo dijo. “El día de Malala, no es mío, es el de todas las mujeres que claman por paz y educación”.
Leo y repaso su libro, y siento que nunca un premio ha sido tan merecido como ese, y desde mi condición de mujer mayor me gustaría unirme a ella en uno de sus gritos al mundo: “Es hora de alzar la voz”.
Y estoy completamente de acuerdo con la conclusión de su discurso en la ONU: “Si se quiere acabar la guerra con otra guerra nunca se alcanzará la paz, el dinero gastado en tanques, en armas y soldados se debe gastar en libros, lápices, escuelas y profesores”.