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Enrique Díaz, el tigre de María La Baja

Como dijera el Papá de los Pollitos : Un 3 de abril del año 45 nació un niñito en María la Baja, apacible y laborioso pueblito, un pedacito de tierra de nuestra patria colombiana ubicado allí en la sabana de Bolívar, al pie de los Montes de María, que con sus majestuosos e imponentes cumbres ejercen su señorío sobre el paisaje de este terruño pincelando con un hermoso verdor que pone una sonrisa a la sabana y donde la ciénaga, los caños y demás espejos de agua hicieron del paisaje la cuna donde nació el que llegaría a ser uno de los intérpretes de música vallenata más carismático, pintoresco y jocoso, dueño de su propio estilo para ejecutar el acordeón, para cantar y componer canciones. Poseedor de una voz poderosa, perfectamente afinada de tonalidad grave, y quien muy pocas veces interpretaba música ajena si no la de su propia cosecha, a ese niñito llamado Enrique Díaz no le gustaba comerse el arroz vacío si no acompañado de bocachico, y consideraba que la demora para que le sirvieran un trago lo perjudicaba y no permitía escupirlo a su tiempo.

A Enrique, quien en su matrimonio musical aprendió inicialmente a tocar la violina y subsiguientemente el acordeón, lo vi tocar por primera vez en una parranda que el juglar sabanero Geño Gil organizó en su finca La Florida, ubicada en el corregimiento de Las Majaguas, a la margen izquierda de la carretera que desde Sincelejo conduce a las hermosas playas de Tolú y coveñas. En esa parranda estaban también nada menos y nada más que Andrés Landero, el rey de la cumbia, y Luis Enrique Martínez, el Pollo Vallenato, dos de las escuelas de música de acordeón que más admiraba Enrique. Desde esa ocasión puedo decir que la música de Enrique me sedujo, no era para menos, ese estilo sencillo y agradable del Kike Díaz para cantar y el de digitar tan peculiarmente los pitos morisqueteando con el sonido de los bajos de su acordeón, era difícil de ignorar y que no produjera en los que llevamos la música de acordeón clavada en el alma, una agradable sensación.

Ese día en toda su dimensión, Enrique desplegó esa personalidad jocosa y sus dichos impregnados de la filosofía popular que adornaban sus conversas y que utilizó inclementemente para argumentar las canciones con las que se enfrentó en simpática rivalidad musical con Rugero Suárez. Desde entonces comprendí que Enrique era un artista especial capaz de trascender, y es que no en vano la música de Enrique Díaz era tan apetecida en las casetas o en las parrandas que con pickup, equipo de sonido o una simple grabadora se celebraban en nuestras tierras sabaneras, gusto que se extendió al resto de nuestra geografía costeña y a países como Venezuela.

Enrique que viajaba por tierra o en avión, que fue propietario según Rugero Suárez de la finca más grande del planeta, cuya área se extendía de Tolú para adentro, vivió al igual que uno de sus ídolos Alejo Duran la mayor parte de su vida en Planeta Rica, Córdoba, pueblo que debió tener un encanto especial que sedujeron a Enrique y a un juglar tan andariego como Alejo, los cuales hicieron de Planeta Rica su casa de habitación.

Hoy que Enrique así como sus ídolos Alejo, Landero y Luis Enrique, al igual que otros inolvidables de la música vallenata como Colacho, Juancho Rois, Diomedes, Rafa Orozco, Héctor etc, miembros todos del conjunto celestial y ante la inobservancia de los artistas de hoy al formato del vallenato que nos catapultó como folclor al designarse como patrimonio cultural e inmaterial de la humanidad, sentimos la añoranza, el vacío musical y artístico que Anrique, como cariñosamente lo llamaban sus admiradores, dejó cuando partió a reunirse con sus colegas, en especial con su amigo Rugero Suarez. Dios te tenga en su santa gloria Anrique.

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Manuel Manuel Barrios Gil: