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Encuentros y desencuentros

MI COLUMNA

Por Mary Daza Orozco

Después de un largo viaje, el pasillo se nos hizo extenso, de hecho lo es, más cuando se lleva un pequeñísimo temor por ser colombiano, el orgullo de serlo no aminora la paranoia. Llegamos ante la autoridad de migración y surgió la primera pregunta: “¿De dónde son?” Colombianas, dijimos al unísono mis dos hijas y yo; el hombre sonrió, miró los pasaportes y preguntó en español: ¿De qué ciudad? De nuevo el coro: ¡de Valledupar! Otra pregunta: ¿Y cómo está el compadre Diomedes Díaz? Bien, muy bien, dijeron ellas. Sonrió, sus dientes muy blancos brillaron al darles de lleno la luz, dijo: “Yo tengo todas las canciones de él”, y elogió a su ídolo lejano, pensamos que era nuestro paisano, pero no, nos dio la bienvenida y nos dijo que era salvadoreño.
Seguimos entusiasmadas hacia la aventura, siempre que viajamos juntas nos sentimos como una sola, sabíamos sin decírnoslo que  el Cacique, a centenares de kilómetros, nos hizo parecer simpáticas y hasta hubo un tarareo de ‘Oye bonita’. Después no comentamos más el asunto, había mucho por ver, por caminar, por recorrer, por asombrarnos, sentimos muy natural que  la fama del cantante vallenato, a pesar de sus múltiples detractores y reveses de su vida, traspasara fronteras y la seguridad irrebatible de que pasará a la historia de nuestro folclor como uno de los insuperables. Alegre suceso de bienvenida. Fue el encuentro con lo nuestro en la lejanía.
Yo llevaba en mente un anhelo, por una divina recomendación que me hizo Gustavo Hinojosa: “Frente a la Universidad de Maryland, pasando la calle,  hay una capillita donde está la tumba de Edgar Allan Poe” y lo iba a cumplir a como diera lugar, sólo en mis adentros sabía el significado de estar ante el monumento tumulario del maestro universal del relato corto, renovador de la novela gótica, poeta, cuentista, tuvo influencia en escritores de todo el mundo : Baudelaire, Dostoyevski, Faulkner, Kafka, Borges, Rubén Darío, entre muchos más. Sí, no sabía que mi deseo se convertiría en un desencuentro. La  lucha con mis jóvenes hijos, ya se no había unido el varón, para que fuéramos fue intensa, hasta cuando hice huelga: frente al Capitolio en Washington, me senté en un bordillo y dije que no seguía si no íbamos a Maryland, me acompañaron refunfuñando: “Uno no viene a paseo a ver tumba de muertos”, se les pasó el disgusto al ver la imponencia de la universidad, me ayudaron a buscar por todo los rincones y no encontramos la tumba del autor de El Cuervo, un señor nos dijo que debíamos ir a no sé qué sitio de Baltimore, pero ya era hora de regresar, me consolé pensando en que seguiría leyéndolo y con un libro en las manos no hay desencuentro que valga. Lo curioso fue que mis hijos, que no querían tumbas, insistieron en ir a Arlington y allí se ensimismaron ante las lápidas de los Kennedy.
Siguieron los días, los asombros, las anécdotas, fotos y más fotos y llegó el momento insoslayable del regreso. Otro encuentro, con el país, con el Valle, con la casa, con los amigos, pero no, se atravesó el dolor, un amigo de hace muchos años se había ido para siempre, el desencuentro con Germán Piedrahita, el artista, el enemigo de la fama, el de la vida humilde, el colaborador, el amante de esta tierra, ya no estaba, no tuve a quién decirle lo siento, ni por qué no estuve ahí en su partida, sólo he podido desear paz a su alma.
“Como dos hojas que llevadas
por el viento
caen a destiempo,
así es el desencuentro…”

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