X

Encuentro en el valle de upar

Leopoldo Vera Cristo, es médico oftalmólogo de Cúcuta. Columnista y cronista del diario La Opinión de esa ciudad, vive en Bogotá. Recientemente visitó a Valledupar, a un encuentro de colegas y escribe así sus  impresiones y nostalgias.

Se llamaba Eupari mientras vivió en ella su cacique Upar. Formaba parte de la provincia del norte de la gran nación Chimila, donde cabían los upares, soculgas, guanaos, cariachiles, itotos, pocabuyes, maconganas, chiriguanaes y hasta parte de los tupes. Vivieron felices adorando a Narayajana en medio de fértiles valles regados por los ríos Pompatao (Cesar), Badillo, Guatapurí (con su afluente el río Donachuí), Ariguaní, Cesarito, río Seco, Diluvio y Mariangola. Hasta que un día de 1524 Pedro de Villafuerte vio el valle por primera vez y le contó a Bastidas, despertando la codicia de los gobernadores samarios. A partir de entonces, ilustres como Pedro de Badillo y Ambrosio Alfínger penetraron el Valle de Upar y recogieron todo el oro que encontraron. Tiempo después, haciendo honor al temperamento vallenato, Francisquillo el vallenato, indígena educado como europeo y luego esclavizado, terminó por vengar a su gente asesinando a Alfínger en el valle de Chinácota, muy cerca de mi casa natal. Desde entonces no ha parado de progresar y alegrar a Colombia.

En esa hermosa ciudad, Valledupar, fundada luego en 1550 por el capitán Hernando de Santana, nos reunimos algunos veteranos para celebrar un nuevo aniversario de nuestra graduación como médicos de la Universidad de Antioquia. No me atrevo a confesar cuál aniversario porque me arriesgo a que los pacientes de nuestros incomparables anfitriones, los doctores Paulina Daza, César de la Hoz, Fabio Vargas, Dúver Gutiérrez, Hélbert Mosquera, Antonio Jaller, decidan hacer cálculos erróneos sobre su edad. Y sería muy injusto porque además de haberlos criado y poder dar fe de sus almanaques, lucen sospechosamente rejuvenecidos, hasta el punto que alguno de los paisas invitados apuntó: “…tan bueno que era cuando todos teníamos la misma edad”.

Yo no sé si se trata del calor que irradian tan espléndidos anfitriones, pero llegando a Valledupar se solazan los sentidos con el señorío, la gracia de la ciudad y su clima acogedor . Los calentanos como yo no sufrimos el calor, de hecho lo gozamos convencidos de que es garantía de alegría y salud. Valledupar es una ciudad con identidad propia, donde los árboles frondosos y las caras felices saludan al visitante desde sus acogedoras calles. Allí nadie es extraño, apenas se llega queda uno con la sensación de haber vivido siempre en la ciudad.

Camino al hotel recibí del taxista un completo instructivo sobre el manejo de la ciudad por parte de la clase política vigente, que me permitió percibir la pasión con que el vallenato vive el accionar de sus dirigentes. Me enteré del origen de las castas políticas, de los nombres ilustres y de la historia de sus familias. No hubo sombra de resentimiento ni asomo malintencionado de reproche; me pareció que se refería a cualquiera de sus vecinos o familiares.

Más tarde hubo tiempo para saludar a la Pilonera Mayor, después del puente Hurtado, que con una sonrisa costeña ilumina toda la rotonda que la rodea. Hubo además tiempo de escuchar la emoción de mis colegas al relatar la leyenda de “la sirena de Hurtado”, la única sirena de agua dulce, obra de Maestre, escultor también de Los Poporos, homenaje a las tres etnias indígenas que aún viven en la Sierra Nevada. Supe también que el maestro Grau le regaló a la ciudad la “María Mulata” en los 450 años de su fundación.

Aprendí finalmente de mis amigos que la escultura “Mi pedazo de acordeón”, es un sentido homenaje de Gabriel Beltrán al gran Alejo Durán, cuyo tesoro mayor fue siempre su acordeón. El acordeón es un arma mortal en Valledupar. Una vez que cae uno entre sus fuelles no hay posibilidad de sacarle el cuerpo a la parranda. Cuando la creó en Alemania Damian, en 1829, elitista y clásica, nunca se imaginó que llegando por la Guajira terminaría siendo popular y el centro de la fiesta vallenata. A nadie de dedo parado le hacía gracia ese injerto de piano con viento; de hecho los estatutos del empinado Club Valledupar, en su artículo 62, establecían la prohibición de llevar a sus salones “música de acordeón, guitarra o parrandas parecidas”. Había llegado a la ciudad desde 1850 para amenizar fiestas de la clase alta, muy orgullosa de su ancestro europeo, pero alguien tuvo el desliz de regalarle una a un trovador popular y, llegada a los estratos más bajos, trovadores como Francisco el Hombre, Cristóbal Luque, Abraham Maestre, José L. Carrillo, Agustín Montero y muchos más, la llevaron de pueblo en pueblo alcanzando la cumbre representativa del vallenato junto a la caja y la guacharaca. Tal vez los únicos que no la tocan en Valledupar son mis queridos amigos Juan Carlos y Esmeralda Quintero, aunque me consta su afinidad parrandera.

Sin duda, parodiando a Virginia Gutiérrez de Pineda, el costeño, y especialmente el vallenato, tiene la salud mental más equilibrada de Colombia. Tanto amor y apego a sus tradiciones los hace dueños de una cultura que supera cualquier analfabetismo. Tal vez por eso los grandes maestros del acordeón tienen la longevidad que da la alegría y se van de este mundo felices en medio de una eterna parranda.

Frente al antiguo paradero de “La Estación” donde solían llegar y salir pasajeros, me identifiqué con el viejo pensador del tabaco que pacientemente espera aún la chiva que lo llevará a La Mina, a Guacoche, a Badillo o a Patillal, gracias a los alumnos de la Escuela de Bellas Artes. Y en un cruce de la avenida Simón Bolívar, cerca del coliseo gallístico Miguel Yanet, se impone la hermosa escultura de Elma Pignalosa homenajeando la gran afición gallística de la región. Demoraría mucho describiendo otros monumentos como el Homenaje al Folclor Vallenato, El Cacique de Upar y El Obelisco; los conozco bien porque tuve que presentarle examen a César de La Hoz sobre el particular.

Estar en la Plaza Alfonso López es recordar las tardes cálidas de las plazas de mi ciudad natal y sentirse parte de la historia valduparense. Con el marco de las casas coloniales de familias tradicionales, gente tranquila disfrutaba ordenadamente de una tarde dominical. Alrededor parece escucharse aún a María Concepción Loperena clamando independencia el 4 de febrero de 1.813 y ofreciéndole a Bolívar trescientos caballos para su causa libertadora. En la Plaza Alfonso López cabe todo el César.

Volviendo a los veteranos del bisturí que me acompañaron, tendría que confesar que a pesar de los estragos que el tiempo ha hecho en nuestros rostros no hubo confusión, porque las primeras frases que nos cruzamos nos remontaron a las salas del querido Hospital Universitario San Vicente de Paul, en Medellín, donde, además de formarnos, compartimos angustias, alegrías, triunfos, pero nunca fracasos. Reírse de los mismos chistes y anécdotas de hace tantos años, rejuvenece sin costo, tal como lo demuestran muchos estudios; pero sentir el calor de quienes se convierten con los años en hermanos, es un testimonio de que no se necesita conciliación forzada para tener paz cuando se reconocen viejos amigos en lugar de hacerlos nuevos.

 

Leopoldo Vera Cristo

Categories: General
Periodista: