Hace un año litúrgico vivimos la primera Semana Santa con restricciones de acceso a los templos y procesiones, debido al aislamiento obligatorio que desde el 24 de abril del año pasado afrontamos, como parte de la estrategia contra la pandemia que aún hoy y bajo la amenaza palpable de un nuevo rebrote, nos arrodilla en la impotencia al ver partir a amigos y familiares sin poder hacer nada.
Esta vez ya no solo podemos ver las transmisiones en las redes sociales de las parroquias, en las que el sacerdote solitario se valía de una cámara de video para llevar a cada hogar la palabra de Dios, fortaleciendo en medio del terror colectivo a todas esas familias que sufríamos la enfermedad; sino que, respetando las medidas de bioseguridad y el aforo establecido, podemos vivir presencialmente una semana llena de reflexión, revisando cada acto de nuestras vidas y más puntualmente el aporte personal en la lucha frente al covid-19.
Cada persona vivirá, de acuerdo a su concepción religiosa, el momento íntimo del encuentro personal y la devoción particular hacia Dios. Lo importante será abrir el corazón para sentir cómo nuestra vida se deja transformar por el mensaje divino. Dejarnos impregnar de la fe, hasta conseguir ser mejores seres humanos. Por esto la oración, el ayuno y la limosna de estos días no debe quedarse en los atrios, sino salir a buscar al excluido, al enfermo y al hambriento, porque en ellos encontraremos nuestro Cristo.
Hace un año decíamos que después de la pandemia seríamos mejores seres humanos, que íbamos a ser más solidarios, condescendientes con la suerte de nuestro prójimo, pero no ha sido así, los prorrogados confinamientos fueron inocuos a la fraternidad e incluso dificultaron la convivencia, trayendo cualquier cantidad de enfrentamientos familiares, en los que el maltrato y la agresión física en algún momento llegaron a desplazar la agresividad de la pandemia.
La experiencia no ha sido fácil. Nos olvidamos del perdón, olvidamos que Jesús murió en la cruz para salvarnos del pecado y no somos nadie para condenar cuando todos estuvimos condenados. Necesitamos un corazón tolerante para entender que en medio de la contradicción hay espacio para todos, que el sol sale para buenos y malos, que en nuestras luchas pueden surgir diferencias, pero que el discernimiento nos debe llevar a la transformación social del líder que dividió la historia del mundo hablando de amor.
Pidamos entonces que desde nuestro interior generemos cambios, muy lejos del degradante egoísmo de los que rinden tributo a sus odios, caprichos y ambiciones; imploremos valentía para no seguir siendo el verdugo de nuestro propio destino, cada vez que aplaudimos indiferentes a quienes nos arrebatan las oportunidades, con imposiciones ilegales o alimentando nuestra mezquindad con las migajas que han caído o van a caer de la gran mesa.
Vivamos esta Semana Santa con prudencia, en paz, cuidándonos y cuidando a quienes nos rodean. Alimentemos nuestras ilusiones y esperanzas, siendo proactivos en nobles causas de beneficio general, no solo pensando en nuestro bienestar particular, sino convencidos de que las solidarias enseñanzas del que murió en la cruz son el camino para encontrar la satisfacción personal. Practiquémoslo. Un abrazo.