¿Puede alguien imaginarlo jugando fútbol, atajando cabezazos, tiros libres o penaltis, vestido de futbolista con guantes de arquero, elevándose en el aire para atrapar un balón, soñando fervientemente que el universo conspire a su favor y le conceda llegar a ser arquero titular del Junior? Es más factible, quizás, visualizarlo hoy, en sus días presentes, internado en un estudio, grabando obras que brotan silvestres de la fuente literaria que le corre por dentro.
Tanto este como aquel, poeta cantor y futbolista, joven soñador y cantautor septuagenario, junto con otro raudal de sorpresas se develan al correr el cerrojo del cofre en el que José Santander Durán Escalona guarda sus intimidades. Ahí, en lo profundo de su humanidad, en completo orden y armonía, se encentran sueños aún por realizar, relatos de andanzas que se cuentan con melodías; hay alegrías, tristezas, añoranzas, inconformidades, así como evidencias de una infancia rural y una conciencia social que le infunde matices de rebelde romanticismo a su carácter, lo cual saca de sí en forma de protesta versificada.
Bien dejó dicho el poeta sandiegano Leandro Díaz que “el artista se pule y se hace, mientras que el poeta lo lleva con él”. Y a la luz de esta sentencia, el fútbol no era un destino para Santander, que había nacido poeta; es decir, traía la poesía con él, incorporada a sus moléculas y acentuada por una inmensa carga ancestral de lirismo, cuentería y otras aristas del arte que es inherente a su progenie.
“Yo pienso que eso de que cada niño nace con su pan debajo del brazo es cierto. Todos nacemos con talentos y en el curso de la vida uno va direccionándolo. En el caso mío, yo vengo de una familia de narradores. Mi padre (Santander Durán Gómez) era un gran narrador oral que venía de Ciénaga, donde su abuelo, un militar de la época de 1886, era un poeta también”, dijo este cantautor una mañana de verano, cuando sentado en el jardín de la casona familiar, en el barrio Cañaguate de Valledupar, hizo un repaso al árbol genealógico para mostrar otra vez ese sino favorable que sobre él se tendió desde mucho antes de nacer.
Por el lado de los Escalona, su abuelo, Clemente Escalona fue coronel del ejército liberal en la Guerra de los Mil Días, testigo de la firma del tratado de paz de la guerra que se hizo en Aracataca: “Mi abuelo era un poeta de una calidad tal que yo me quedo asombrado. Ni Rafael Escalona (tío), ni Santander, ni ninguno de sus nietos le da por los tobillos. Era un amigo personal y compañero de farra de Julio Flores. Teníamos un tío acá en Valledupar, Nelson Escalona -‘Papa Necho’- un narrador oral fantasmagórico inmenso; se inventaba los cuentos más hermosos de brujerías y de espantos, y nos embelesaba a los sobrinos con sus narraciones en primera persona. Y eran cuentos de realismo mágico”.
Por eso, cuando tuvo en sus manos la obra ‘El coronel no tiene quién le escriba’, de Gabriel García Márquez, le resultó familiar el relato. “Esa historia la había contado mi abuelo un día de remembranzas, teniendo como únicos oyentes a sus cuatro nietos, a los que nos contó la historia de la guerra; después supe que era la Guerra de los Mil Días”. Y supo también que Gabo había estado en Valledupar y se había pasado tiempo con el coronel Clemente Escalona.
De la sangre al canto
Todos esos relatos y ese legado sanguíneo se mantuvieron hirviéndole en las entrañas, igual que el apego a la tierra que lo vio nacer y la que le pertenecía por herencia patriarcal, cuando como muchos provincianos salió de Valledupar a estudiar el bachillerato por fuera; a él le correspondió irse a Barranquilla, donde los aguijones de la ausencia comenzaron a punzarle el sentimiento con la misma fuerza que los cosquilleos del amor. Se dijo entonces: “Caramba, si aprendo álgebra y trigonometría, ¿por qué no poesía?”. Fue así como esa tarde tocado por la nostalgia del terruño se sentó a escribir y nació su primera canción: “Cantos de Valledupar, historias del Magdalena; versos de noche serena que hayan eco en el Cesar… En los ecos del Cesar canta el alma enamorada cuando le implora a su amada que un beso se debe dar”.
Al llegar de vacaciones en Valledupar, se encontró con sus amigos de la época en la plaza; ahí apareció Gustavo Gutiérrez Cabello. “Tavo, el tumbalocas de la época, era muy elegante y usaba, en el colmo de la sofisticación -todavía lo hace- a veces se coloca un pañuelo doblado en el cuello para que no se le manche el cuello de la camisa con el sudor. Y llegó con un acordeón de botones. No era compositor todavía. Él se había criado en un hogar muy interesante, donde el padre era músico, tocaba violín y piano, entonces él desde niño aprendió a tocar piano; después pasó al acordeón de botones y por último adoptó el acordeón piano, el cual era tan grande y pesado que no lo dejó engordar nunca” (risas).
Aquella tarde Santander le contó a Gustavo sobre su creación y éste le pidió que la cantara, que él la tocaba en el acordeón. “Y canté Añoranzas del Cesar”. Y gustó a quienes ahí estaban.
Pero Santander era olvidadizo para esos temas. Se fue al monte Callao, donde estaba la finca y la morada familiar, donde criaban ganado y sembraban algodón, donde se le metió en el cuerpo y el alma el amor por el ecosistema. De Callao regreso a Barranquila a continuar su escuela, mientras tanto, en Valledupar, Gutiérrez grabó un disco en el que incluyó Añoranzas del Cesar, de modo que cuando Santander regresó en las vacaciones, “ya era medio famoso, me conocían como un aprendiz de compositor, en la plaza de Valledupar y en el barrio mío”.
Allí comenzó su etapa definitiva, la de compositor. Lo que siguió fue el surgimiento de un movimiento juvenil que se propuso crear un nuevo departamento, el del Cesar, para independizarse del Magdalena, inconformes por la falta de atención estatal. Los jóvenes se reunían continuamente, pero Durán estaba en Barranquilla. Allá se le presentó una comisión para pedirle permiso de usar Añoranzas del Cesar, como himno de la creación del departamento, que se sumaría a otra ‘Departamento del Cesar’, compuesta por Alberto Pacheco. Habían logrado conseguir recursos para grabar un jingle, que para ese entonces podía durar dos canciones en un disco de 78 revoluciones por minuto. Él concedió el permiso, con la condición de ser él quien la cantara. “Grabe eso y se me olvidó”.
Sí, otra vez se le olvidó. Sucedía porque tenía la cabeza puesta en un balón de fútbol y en ese entonces jugaba como arquero de la categoría intermedia del Junior y los suspiros se le iban entre el anhelo de alcanzar la titular de mayores, aprobar el bachillerato y una que otra muchacha que le desviaba la mirada. Pero como su destino poético estaba escrito, seis años después, mientras jugaba un partido amistoso, recibió una patada en la mano que le rompió un carpiano y también en entusiasmo futbolístico. Para ese entonces, ya era profesional, había jugado en la Universidad Nacional de Antioquia y en la Universidad del Tolima, donde recibió una propuesta para enrolarse con el Deportes Tolima, que no aceptó porque ya estaba por graduarse como ingeniero agrónomo.
El impulso con Añoranzas del Cesar fue monumental, ya que la canción se escuchó en todos los pueblos, desde Barrancas (La Guajira) hasta Río de Oro (Cesar), a donde llegaban los camiones de Café Almendra Tropical con los que habían hecho un convenio promocional procreación del departamento. “Ellos llegaban, se parqueaban en las plazas de los pueblos, con música para que la gente se acercara; una excelente estrategia de promoción. Era un tipo de música que rompía con lo que ellos estaban acostumbrados a escuchar en vallenato: Bovea cantando Alberto Fernández, Luis Enrique Martínez, Alejo Durán y los juglares de la época, que no era que produjeran mucho”, relata Santander.
Poeta rebelde – joven ‘nerd’
La siguiente vez que Santander regresó a Valledupar ya lo contaban como un compositor vallenato. “Ahí se me despertó la inquietud y comencé a producir”. Sus obras expresaban su inconformidad con hechos reales que manchaban con sangre, maltrato, indiferencia y desigualdad social el territorio: “Se fueron las bananeras, explotaron la nación, solo quedan los recuerdos de quimeras, añoranzas de otras eras, sangre, deudas y dolor. Porque allá en la zona bananera, allá sufre sin quejas un pueblo soñador, que nada ganó al pelear dos guerras, sólo que hoy olviden su valor. Es el pueblo bananero, de abarca y de sombrero, que espera redención...”.
Tal vez en tiempos contemporáneos a Santander lo hubieran calificado como ‘joven nerd’ (aplicado a estereotipo persona con coeficiente intelectual, de dedicación absoluta al estudio) porque mientras los de su edad vacacionaban o descansaban en sus casas, él andaba recorriendo Aracataca, hurgando en la historia de sus antepasados, escarbando en la zona bananera, hablando con los ancianos, escudriñando nuevos relatos, buscando vestigios de la historia que conocía a través de la cuentería de sus ancestros. Por eso, no fue sólo la protesta por la masacre de las bananeras (5 y el 6 de diciembre de 1928), sino el despojo que sufrieron los indígenas a manos del conquistador, en Lamento Arhuaco, y así otras canciones de ese corte, “porque estaba en la época de la rebeldía y del despertar político”.
Confluyeron muchas cosas en ese carácter. Por un lado, la sensibilidad poética innata y, por el otro, la sensibilidad social, atizada por la exploración y el entendimiento de la realidad socioeconómica del país, el salir de su casa siendo un adolescente a estudiar por fuera, la cátedra libre del colegio anexo de la Universidad Libre, donde tenía la libertad de discutir con el profesor y expresar sus puntos de vista. “Eso me cambió la percepción de la realidad”.
Hoy queda como evidencia de todo eso una habitación en su casa, que es la réplica de la que tenía el profesor Aquiles Escalante en Barranquilla, a la que él tenía entrada privilegiada. “Ahí encontraba libros de sociología, economía, antropología y poesía; descubrió a García Lorca, Gustavo Adolfo Becker, la época de oro de la poesía española, y me enamoré de eso; con la belleza de su poesía, aprendí lo que era poesía”.
Monarca y guerrero
Ha sido toda una vida de poesía, de obras que van desde la canción social, como las ya citadas, hasta las andanzas de un “gato marrullero y silencioso, medio blanco, medio pardo, medio flaco, medio gordo. Y tenía tantas heridas como amores en el barrio, pues se pasaba la vida, gateando en el vecindario”; pasando por muchas temáticas como la que lo revela como hombre rural, formado con el verdor del campo y rugir del tigre en Callao: “No se vaya a descuidá. Coja el lazo compañero, pique al caballo melao. Buscando la punta del monte se voló el toro matreto, el rey de los cimarrones, se voló pa’l otro lao. Y si llega a la montaña, se perdió; porque no ha nacido quien pueda enlazar a un toro en las montañas del Cesar…”. (Cantares de vaquería).
Su forma literaria lo llevó a catapultarse en un sitial en el cual es único: cuatro veces rey de la Canción Inédita en el Festival de la Leyenda Vallenata: Lamento arhuaco (1971), La canción del valor (1987), Cantares de vaquería (2000) y Entre cantores (2007. Y ninguno podrá igualarlo, debido a un cambio de reglamento de este concurso que impide a los ‘rey de reyes’ volver a concursar.
Entonces, él, ‘Pibe Durán’ -como le dicen desde niño, amén de las aficiones de su tío a los tangos gardelianos- es un monarca en todo el sentido de la palabra, que ha pasado muchos días y noches investigando, documentando y escribiendo, entre cuyos resultados está el libro ‘La Parranda Vallenata – manual de iniciación para profanos’, elegido como libro del año en el Encuentro Nacional de Investigadores que realizaba la Universidad Popular del Cesar. Sigue defendiendo el folclor que lleva en el alma y que hoy avanza por los nuevos rumbos que ha tomado. “A mí no me da dolor, me da inconformidad ver la incongruencia de las nuevas generaciones de líderes culturales, periodistas, locutores, sobretodo locutores que manejan más opinión, y por consiguiente de las nuevas generaciones de compositores e intérpretes, porque tomaron algo maravilloso que estamos elaborando durante más de cien años y lo van a desbaratar en veinte años. Lo han desbaratado. Lo que se está escuchando es otra cosa”.
Ese giro del vallenato lo llevó a apartarse de los movimientos discográficos; sin embargo, expresa: “Me siento completamente vigente. Si bien es cierto que no estoy en la farándula, en el comercio, sigo produciendo; produzco obras que no están contaminadas de comercialización. Siguen grabando Ausencia después de más de 40 años; tiene como 15 versiones y ya toma dimensiones internacionales con esta última versión de Chabuco y Alejandro Sanz. Y si me retiré fue porque quise, porque no quería dejarme explotar de las empresas discográficas de este país”. Le suma a esto la falta de apoyo de los medios de comunicación o de un equipo que mueva imagen a nivel nacional e internacional.
Durán Escalona hizo parte del grupo de trabajó hasta lograr que la Unesco incluyera al vallenato tradicional en la lista de patrimonios inmateriales de la humanidad que requieren urgentes medidas de salvaguardia. De este pronunciamiento hace ya más de tres años; sin embargo, a su juicio, no se han cumplido las tareas de proyección a esta manifestación cultural, establecidas en el Plan Especial de Salvaguardia.
Un presente de alegrías y nostalgias
En su presente hay tranquilidad, optimismo, sueños y luchas. En sus itinerarios diarios está su Cátedra ambiental para el Caribe Colombiano’, que él mismo diseñó para la Universidad Popular del Cesar, con énfasis en elementos de cultura y medio ambiente, y que le permite la transmisión de saberes a nuevas generaciones; buscando hacer su parte, de cara a la devastación del planeta a manos de la humanidad, que actúa “como si el planeta tuviera piezas de repuesto”, a lo que dice le falta compromiso estatal. “Aquí hay dolor de patria, porque nos vemos los ambientalistas enfrentados a los intereses de pequeños grupos económicos, como si a los hijos y nietos no les fuera a hacer falta ver un pájaro”.
Sigue componiendo. No puede evitar hacerlo. Es su esencia. Aunque él no sabe cuántas canciones ha hecho, dice que Estela, su hermana y eterna compañera de cantos, sí lleva la cuenta. Está grabando una producción musical que incluye cinco canciones suyas y un relato declamado llamado ‘La noche de la vergüenza nacional’, una reconstrucción literaria hecha por él, basada en datos históricos y versiones orales recibidas de testigos o protagonistas de la masacre de las bananeras. Es un nostálgico por naturaleza; padre de dos hijas, “comilón y dormilón”, que se acuesta temprano y hace siesta; escribe por las noches, toca guitarra, actualiza lecturas, coquetea y los fines de semana canta en un restobar familiar, que es sitio de protección de la cultura vallenata, su cultura.
Hace poco, al despertar, encontró en su puerta al cantante Bandera con el productor y guitarrista Juan Miguel Arteaga, dos jóvenes que, enamorados de su obra, hicieron una adaptación de la canción ‘Palabras al viento’ y le llevaron una serenata con ella. Entonces, a él, que ha sido un serenatero empedernido, se le vio sorprendido y nervioso, experimentando por primera vez lo que se siente del otro lado de la ventana, pues nunca antes le habían dado una serenata. Luego se abrazaron, cantaron juntos, mientras Estela Durán expresaba su alegría: “Unos jóvenes como ustedes estén cantando esta música ¡Qué bonito!”
La serenata fue algo nuevo que le dio un toque distinto a ese día, y le recordó que aún quedan muchas cosas por descubrir; le amenizó las horas de grabación en la que honra su esencia, redime la gaita que conversa con el acordeón, sublima el canto, el bajo y otros instrumentos, que armoniza los relatos ahí incluidos y, sobre todo, deja otro producto histórico para las futuras generaciones. En el ocaso del día regresó a casa contento, arrastrando el eco de uno de sus cantos “Quiero cuando muera el tiempo, que aún se cante mi canción, por caminos polvorientos, llenos de luz y de sol”.