Aunque entendemos el drama actual y las decisiones de la autoridad, queremos dejar esta reflexión del profesor Francisco Cajiao en El Tiempo el pasado martes 13, pues hemos insistido en que niños y jóvenes vayan a la escuela:
“Ignoro si entre tantos doctores y centros de investigación de categorías superiores, con artículos en revistas indexadas de primer cuartil, se estén haciendo estudios rigurosos sobre aprendizaje remoto, desarrollo cognitivo y aislamiento prolongado, vínculos emocionales y aprendizaje… Hay centenares de preguntas para psicólogos, maestros, sociólogos o médicos verdaderamente interesados en la infancia, en la familia y en el impacto futuro de lo que estamos viviendo. Sería alentador tener resultados sometidos al rigor científico que dijeran: ‘Tranquilos, no pasa nada, los niños, niñas y adolescentes van bien, aprenden como si nunca se hubieran cerrado los colegios, y los maestros están felices’. En otros países donde ya hay resultados de investigaciones están muy intranquilos, porque los resultados muestran
afectaciones serias en el desarrollo infantil.
La principal limitación de los medios digitales a los que hemos tenido que recurrir es su frialdad. El problema es que la adquisición de competencias cognitivas como la expresión oral y escrita, el pensamiento lógico matemático o el razonamiento mecánico, para no hablar de la capacidad de recibir, procesar y usar información referida a muy diversas disciplinas, no es independiente de la construcción de vínculos afectivos y de estados emocionales. Por eso se afirma que el conocimiento es una construcción social. La gran carencia de las herramientas remotas es su limitación para transmitir emociones.
Quienes no han trabajado directamente con niños y jóvenes no suelen entender que el rol más importante de los buenos maestros es precisamente el que ayuda a incubar la pasión por
el conocimiento, y eso significa trabajar sobre la emoción. Hay abundantes testimonios de científicos, artistas y políticos que asignan el inicio de sus búsquedas y logros a un maestro que en algún momento de sus vidas los marcó con su ejemplo o con la pasión que transmitía, más allá de los procesos didácticos para enseñar un tema.
Y lo que hace que un maestro ame su profesión, aparte de su propio entusiasmo por lo que enseña, es la respuesta afectiva que recibe de sus estudiantes y que se expresa en el gusto de asistir a su clase, el deseo de obtener buenos resultados y la emoción de sentirse reconocidos y exigidos, pues esa exigencia se convierte en un voto de confianza a su talento.
Más de cuarenta años cerca de estudiantes y maestros me han llevado a observar que los buenos maestros suelen tener buenos estudiantes, pero también que grupos de estudiantes entusiastas son capaces de sacar lo mejor de sus maestros.
Un tiempo tan prolongado de colegios cerrados ha afectado seriamente el estado de ánimo de quienes han dedicado su vida a la formación de las nuevas generaciones, porque las pantallas con estudiantes invisibles de quienes ya no se sabe casi nada arranca de tajo el mayor estímulo que tenemos quienes elegimos esta profesión”.