En la medida que avanza cada proceso electoral, aunque con dinámicas, circunstancias y candidatos diferentes, cada vez me convenzo de que una de las actitudes más sobresalientes en la actividad política es la incoherencia, sobre todo, en un sistema donde prima la truhanería y el travestismo político; por ello, muchas veces no se entienden las famosas alianzas entre partidos, líderes, agremiaciones, candidatos y hasta los mismos gobiernos, que terminan siendo más actos de complicidad y compinchería que verdaderos acuerdos políticos, donde priman los ofrecimientos de burocracia, contratación y demás menesteres propios de esa mercadería, dejando de un lado los compromisos primarios con el pueblo que es el elije.
Y es que como electores ya no nos interesan los buenos discursos, las buenas propuestas, ni la preparación de los candidatos, es decir, ya no nos importa que los candidatos sean de buenos ejemplos, honestos, con experiencia y haya opinión en el pueblo; solo basta que haya impresión y una buena sensación acompañada de frases vacías pero que suenen bien, una buena fotografía maquillada con photoshop y eso sí, extravagante publicidad pegada por todos lados, que generen una aparente impresión para convencer al incauto elector. No en vano hoy en los jóvenes cala la idea de que la política es una actividad nefasta y que todos los políticos son igual de mentirosos y corruptos, la incoherencia es posiblemente la prueba que hace pensar que esa percepción sea verdad.
Ahora, para que la política sea una actividad valorada por los ciudadanos, los políticos que la ejerciten deber ser antes que nada coherentes, precedidos por una ideología y un conjunto de valores y principios, que de verdad quieran servir a sus regiones o municipios y estén dispuestos a sacrificarse en beneficio del interés general. Pero dicho sea de paso, los ciudadanos también terminamos siendo artífices para que se mantenga esa incoherencia, pues hemos olvidado que la base de la democracia está en que el pueblo elige a sus gobernantes para que nos representen y para tal elección previamente determinamos que aquel a quien se vota así lo hará, convencidos de que las promesas hechas, los compromisos adquiridos y el programa de gobierno se va a cumplir con fidelidad.
Todo ello hace pensar que como electores también estamos fallando, porque nos hemos quedado en el cómodo, pero poco profundo, escalón de la percepción muchas veces equivocada; de esta forma basamos nuestras decisiones en una idea y una convicción imprecisa y lejos de la razón, vale decir, nuestra decisión de elegir suele presentarse como la mancha de chocolate en la ropa, se fija y pega al instante que se derrama y luego para sacarla se hace tedioso y difícil; así nos pasa a muchos, que después que votamos nos cuesta desmanchar nuestro pensamiento de ese sentimiento de culpa por no haber pensado mejor para escoger nuestro gobernante.