La democracia es el mejor sistema de gobierno del mundo, así tenga sus patologías y fachadas de presentación, más, no todo lo que brilla es oro; es como ponerle un llamativo título a un libro pero sus páginas son escatológicas. Algunos, para relievarla la comparan con el comunismo, un modelo inviable e inexistente y por lo tanto no sujeto de comparación; otros creen que es la encarnación de la libertad versus la dictadura, presente en muchas aparentes democracias.
No solo los regímenes absolutos, de fuerza, en los cuales no se vota, son dictaduras; este es un concepto mucho más amplio, no es retórico. En cualquier país donde las clases dominantes coopten todos los poderes, la fe, la confianza y la esperanza, no se puede hablar de democracia así se tenga un sistema electoral.
Esta concepción es una versión apocalíptica, el bien contra el mal. Cualquier persona normal, sin comportamientos psicosomáticos, decide estar del lado del bien sin necesidad de que alguien se lo indique. Son comparaciones odiosas, como todas estas, que no pasan de ser sofismas distractores. La democracia es tan amplia que dentro de ella se puede filosofar, abusar, discriminar y negar derechos. La democracia va más allá del poder votar; las elecciones son un escenario abierto para el circo, el populismo, la mentira, el derroche, el ego y la apertura de alianzas espurias en la oscuridad.
El sistema electoral es una columna pivote para el sostenimiento de la democracia, pero en muchos países las elecciones suelen ser un recurso, a veces perverso, para mantenerse en el poder en favor de una elite dominante que dice representar al Estado. En Colombia las elecciones son utilizadas para lavar activos y el poder del crimen organizado en la política produce horror.
Muchos de los elegidos son prepagos que rinden cuentas a sus financiadores, construyendo puentes a grupos mafiosos para garantizar su impunidad. Cada vez las campañas electorales valen más y por supuesto, los compromisos adquiridos. La compra de votos es una de las más agresivas patologías del sistema electoral; hace rato sabemos que el dinero gastado en las elecciones es ilimitado.
Las afirmaciones de Aida Merlano, en el sentido de que Roberto Gerlein y Alex Char aportaron, respectivamente, 12 mil y 6 mil millones de pesos a su campaña al senado, confirman esta aseveración, amén de otros aportes. Pero estos no provienen de las rentas de trabajo sino de la contratación pública y de las mafias apostadoras. En estos gastos faraónicos también se debe incluir a la Registraduría cuya solvencia moral está cuestionada; el que escruta gana, dice una vieja sentencia.
A los gastos de los particulares hay que añadirles los del Estado; en las elecciones de 2018, 1ª y 2ª vueltas, la información que tengo es que gastó $1.7 billones, el 7.9% del presupuesto de educación de ese año, sin incluir los gastos de reposición por votos. En esta danza millonaria, quienes desean repetir curules visitan los más paupérrimos sitios mostrando obras inconclusas y reclamando paternidad de ellas siendo meras partidas de regalías cuyos proyectos presentan los OCADS.
Rezar con camándula ajena no cuesta nada. Pedir partidas no es la misión de un congresista tal como lo establece el Artículo 150 de nuestra carta. Lo que sí deben aprobar es el Presupuesto General de la Nación, PGN. En inversión proselitista, el Cesar no se queda atrás, un mundo de vallas contamina el ambiente; congresistas así es mejor no tenerlos. El Cesar en sus 54 años de vida no ha cambiado, ni en lo social, ni en lo económico. Eso lo demostraremos próximamente.
Por Luis Napoleón de Armas P.