El vuelo 9117.  Macondo en las alturas

Tranquilidad e irresponsabilidad serían palabras sinónimas si no estuvieran expuestas a lo trágico cuando de emergencias se trate, pero aquí en nuestro medio, donde la frescura hace parte de la felicidad, la verdad es que nada importa y a todo le ponemos una chispa de espontaneidad y gracia que nos saca de la realidad y nos desconecta del compromiso y del respeto en el manejo de nuestros actos.

Este preámbulo me permite referenciar el episodio del vuelo 9117 que debía llegar a Valledupar a la 6:15 a. m. del lunes 3 de febrero del año en curso, en donde venía mi hijo, médico, Alfonso Cotes Maya, quien cada mes presta sus servicios en alergología en esta, su ciudad natal.

Me levanté un poco tarde, pero bajo cálculos de tiempo salí a recibirlo al aeropuerto y para prevenirlo con mi salida a buscarle le llamé al celular y le pregunté:

—¿Ya saliste? —

—Sí, debo llegar en 15 minutos. — Me contestó 

—Qué bien!, … es el tiempo que me gasto en llegar de casa al aeropuerto —, … le respondí ya más tranquilo.

Me acercaba a mi meta cuando observé sobre el camino, mirando hacia un cielo completamente azul sacudido por las brisas veraneras, que el avión esperado circulaba sobre el cenit vallenato como en busca de alguna respuesta sobre su destino, cuando recibí una nueva llamada de mi hijo en donde me pedía que averiguara que estaba pasando, pues no aterrizaban por no estar el controlador del vuelo en su sitio. Preocupado con tal situación recordé que mi segundo hijo, Carlos Andrés, tenía alguna relación de amistad con algunos directivos en la administración aeroportuaria y le solicité averiguar. 

A los pocos minutos me contestó para que le dijera a Alfonso que no se preocupara que la persona designada había tenido un percance, parece que, por un tema estomacal, retortijones, no había podido salir a tiempo de su casa. ¡Qué cosa!

Sin embargo, después de un viaje perfecto, muy técnico y de múltiples atenciones, el vuelo 9117 surca el cielo despejado, sus turbinas silban entusiasmadas por las ráfagas del viento. Los pasajeros, ajenos a la tensión en la cabina, miran embelesados el pico Simón Bolívar, que majestuoso impone su personalidad sobre la Sierra Nevada de Santa Marta, mientras que, el capitán solicita permiso para aterrizar, pero solo hay silencio en la radio. Insiste, cambia de frecuencia, pero la torre no responde. 

En tierra, la pista brilla, vacía, pero sin señales del controlador de vuelo. El combustible baja y la incertidumbre crece. ¿Desviar el vuelo? ¿Intentar un aterrizaje sin autorización? En la búsqueda de una alternativa, el avión sigue dando vueltas, atrapado en un limbo aéreo, esperando una voz que llega oportuna cuando Alfonso, después de mi llamada de respuesta comunica al piloto que ya apareció el amigo, que va en camino y que está ordenando el aterrizaje, y es cuando recibe el recado que le entretenga a los pasajeros mostrándole la ciudad desde las alturas.

El alma vuelve al cuerpo de piloto y la operación se registra con éxito, pero antes, los pasajeros habían continuado felices observando con placer, desde las alturas, las calles de Valencia de Jesús, San Diego y La Paz en su recorrido de entretenimiento para evitar cualquier pánico interior ante el incidente.

Las aventuras mezcladas con el folclorismo, la informalidad y la indiferencia, seguirán marcando el espíritu macondiano de nuestras gentes que pareciera indicarles que nada es motivo de preocupación, mucho menos de angustias y desesperación, y que todo vale cada vez menos.

Ocurra lo que ocurra, nunca aparecerá la responsabilidad social y humana en quien o quienes con frescura maniobran sus actuaciones. 

No hay que permitir que el manejo que le den otras personas a su forma de accionar destruya tu estabilidad emocional, pero ante tales situaciones, se debe aceptar el destino con mucha calma y ponerlo siempre en las manos de Dios para que nos prevenga de los actos inconsecuentes de las personas que viven alejadas de la realidad.

Por: Fausto Cotes N.

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