La vida está continuamente amenazada. Si, ayer, epidemias, huracanes, terremotos, inundaciones, sequias fustigaban la población, hoy aparece el flagelo terrorista ávido de sangre inocente para infundir el temor que subyugue a la población y se someta a sus intenciones crueles y degradantes de cambiar el orden social por el impuesto en el cambio de valores éticos que se apuntalan en la corrupción, la violencia, el delito y la riqueza mal habida.
Colombia un denominado paraíso ambiental, hoy está expuesto al abandono de inversionistas y de la seguridad física a todo lo largo y ancho de la geografía, un lugar peligroso y difícil para el desarrollo de productivos proyectos de vida, en el que se está incubando una peste social producto del letargo, habituación e indiferencia de los ciudadanos sobrevivientes que solo buscan satisfacer el interés propio y del grupo en el poder.
El mismo gobierno pretende dar legitimidad a la violencia, justificando ataques a la población civil, a las instituciones militares o a la infraestructura del Estado en un irracional juego con doble moral de las Farc.
Las comunicaciones en un mundo sin fronteras, tanto informa como da oportunidades a los terroristas desde latitudes diferentes, para que interactúen en tiempo real utilizándolas sin medir distancias, ni horarios, ordenando cruentos y crueles ataques extremistas contra los colombianos desde un cómodo sillón en La Habana y profiriendo afrentas en directo mediante los canales informativos a su orden.
Es degradante para la sociedad, aceptar este modelo criminal bajo la óptica permisiva del gobernante legitimado, y tal vez, es el acto de traición más grande que se le haya hecho a la patria y que deberá juzgar implacablemente la historia y redimir la injusticia social a la que se expuso al pueblo desde el momento en que dejó de cumplir con el mandato constitucional de defender la vida y honra de los colombianos, y haber entregado la institucionalidad del país irresponsablemente a un grupo delincuencial que ninguna formación ni característica de estadistas o humanistas tienen más que la connotación de avezados narcoterroristas.
Los riesgos de caer en la perjudicial tendencia de justificar las acciones degeneradas de la guerrilla escudando resultados, el actuar demente e irracional de estos depredadores del pueblo colombiano convencidos que “matan a la gente para que la gente viva mejor”, o de hechos consecuentes de políticas mal aplicadas no dan la solución dogmática a la multitud de problemas nacidos de la ingobernabilidad y corrupción.
Solo resta que el ciudadano común no caiga en el acostumbramiento y utilice el arma que neutralizaría el terrorismo permitido, la participación consciente y democrática, en los venideros comicios electorales, es el muro que tenemos para detener la ignominia.
Dios salve a Colombia!