“No temas porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo”. Isaías 41,10.
Cuando tenemos temor lo único que podemos hacer es clamar a Dios. Y los que invocamos su nombre debemos confiar en él con entendimiento.
Sin embargo, nuestra confianza es débil y llega hasta cierto punto; luego nos volvemos a las oraciones elementales de pánico de quienes no le conocen. Nos desesperamos, demostrando que no tenemos la menor confianza en él. Nos parece que está dormido y solamente vemos olas gigantescas que nos cubren y ahogan.
Hay épocas en la vida cuando no se presentan tormentas ni crisis y damos lo mejor de nosotros en términos humanos. Pero cuando surge la crisis, revelamos realmente en quién confiamos. Si hemos estado creciendo y aprendiendo a conocerlo y a confiar en él, la crisis revelará que podemos llegar hasta el límite, sin que se quebrante nuestra confianza en él.
Si somos hijos de Dios, con seguridad encontraremos adversidades, pero Jesús afirma que no hay nada que temer, porque él está con nosotros. Dios no ha prometido entregarnos una vida triunfante sin ningún esfuerzo, pero si ha prometido darnos vida a medida que triunfamos.
Son las presiones de la vida las que construyen nuestras fortalezas. Si no hay problemas, no habrá fuerzas. Dios nunca nos da fuerzas para el día de mañana, o para el tiempo siguiente, sino para la presión del momento. Así, aunque la victoria sea absurdamente imposible para todo el mundo, no lo será para Dios.
La carencia, la insuficiencia y los conflictos son agentes vendedores del temor en nuestras vidas. Normalmente, le tememos a lo desconocido, a lo económico, a las relaciones, al rechazo, la soledad, al pasado, al futuro; en fin, somos personas temerosas, lo cual demuestra una insuficiencia de confianza en Dios, porque en el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, es porque no ha sido perfeccionado en el amor.
En una ocasión, Jesús entró en una barca con sus discípulos y mientras hacían la travesía se levantó en el mar una tempestad tan peligrosa que sus discípulos tuvieron miedo incluso de perder la vida, pero él estaba en la popa del barco durmiendo sobre un cabezal. Cuando lo despertaron, les increpó: ¿Por qué teméis hombres de poca fe? ¡Cómo sería el dolor que traspasó a los discípulos! ¡Pasaron al tablero y volvieron a fallar! También en nosotros, hay punzadas de dolor cuando repentinamente nos damos cuenta que no hemos llegado al corazón de Dios, que si hubiéramos permanecido confiados en él, sin importar las tormentas de la vida, seguro que él se hubiera levantado y reprendido a los vientos y al mar para que sobreviniera una gran calma.
Mi invitación hoy es a que confiemos en Dios sin temor, a que depositemos en él nuestra seguridad, a que de una manera tranquila y segura clamemos a él por ayuda y socorro oportuno.
¡Confiemos en él, vale la pena!
Saludos y muchas bendiciones…
Por Valerio Mejía