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El síndrome del megalómano

Alguna vez participé en campañas políticas con el objetivo de ocupar un cargo de dirección público institucional para dirigir los destinos de mi región, y lo que comencé como un trabajo fervoroso con el fin de ayudar a los más necesitados como símbolo de una gran sensibilidad social, en la medida en que comentaba mis programas de gobierno la gente se emocionaba cada vez más, de modo que cuando el tema se me agotaba comencé a mentir y a hacer comentarios sin peso programático alguno para que la gente siguiera con su carrera de alabanzas, que si no está uno bien parado emocionalmente termina sobreestimando sus capacidades y sus conocimientos y se cree superior al medio como si fuera uno hijo natural de Olympia, la diosa para los griegos de la grandeza y el poder asociado con la justicia, la sabiduría y el orden.

A punto de caer en la megalomanía y todavía con luces de razonamiento en buen uso, decidí retirarme por completo de esta actividad por haber encontrado allí mi nivel de incompetencia, pues no estaba formado para decir mentiras y por consiguiente engañar, sobre todo, a un pueblo que me vio nacer y crecer dentro de la dignidad y el respeto.

Estaba cayendo en la megalomanía, que no es sino un delirio de grandeza, en donde uno se cree sabelotodo, subestimando los conocimientos de los demás, haciendo uso de lo que hoy me atrevo a llamar el síndrome de los prepotentes.

Ya estaba teniendo trastornos en mi personalidad, pues buscaba siempre la admiración de los demás para amparar mis errores, que solo un equipo de aduladores permanentes me aceptaba como la verdad verdadera y así permanecía a la espera siempre de reconocimientos, aún sin haber hecho nada relevante.

Expliqué a uno de mis hijos con tendencias a la carrera política esta situación y le indiqué sin prohibición alguna usar siempre la razón por encima de las emociones, para poder lograr los cometidos y servir bien a las comunidades.

Me retiré a tiempo y por ello sugiero a aquellas personas que han logrado el poder y han ido cayendo en la prepotencia y la megalomanía fruto del delirio soberbio e irracional, para que abandonen a tiempo en forma conciliable su mando, porque pueden causar un daño tremendo a su sociedad con confrontaciones sin sentido que solo generan odios y resentimientos, que en mucho tiempo serían casi imposibles de reparar y que, ni una guerra civil podría calmar, pues esta solo trae miseria y desgracias.

Los gobiernos cuando caen en megalomanías y narcisismos, la manipulación y la mentira a través de la retórica del engaño, se asocian con el poder y en este caso, si se convierten en enfermedades, inducen al delito permanente, pues esa idea de importancia exagerada lo lleva, al comandante en jefe, a sentirse superior a Dios.

Estas personas están convencidas de tener un talento y talante extraordinario, que la aparta del camino de las normas de beneficios sociales verdaderas y aquí nace el delirio o creencia fija en sus propias ideas, que solo se interpretan como falsas realidades imposibles de modificar.

Entonces vienen los actos de locura, ocasionada por una cantidad de síntomas que se presentan al mismo tiempo, que no es nada menos que el síndrome del megalómano, que altera su estado de salud y si conocemos sus causas, entonces se está enfrentado con una enfermedad y esto es peligroso cuando el poder queda en mano de estos enfermos, quienes nunca comprenderán las motivaciones y necesidades de los demás. 

Este síndrome está relacionado con sus habilidades, creyendo que son o representan la verdad única, la cual ha sido el fruto de su aislamiento y rechazo social de algún momento llevándolos a sembrar odio.

La megalomanía es una especie de debilidad, miedo y temor secreto, que se presenta en la medida en que vamos encontrándonos con nuestro nivel de incompetencia, entonces nos volvemos arrogantes con nuestros opositores y abusamos del poder y ahí está el peligro en especial para las democracias consolidadas que, aun no siendo del todo sanas es lo menos malo que nos podría suceder.

Por Fausto Cotes N.

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