Ahí estaban los finalistas esa tarde del abril 27 de 1968 en el primer Festival de la Leyenda Vallenata: Emiliano Zuleta, Los Playoneros, Toño Salas, Fabri y sus muchachos, Luis Enrique Martínez, y Alejo Durán. El acordeón de Emiliano había cautivado a todo el mundo y se olvidaron de los demás. Jocoso y bohemio, Emiliano se bajó de la tarima y se entregó al festejo.
Cuando lo llamaron para su ejecución final, Emiliano se había perdido en una borrachera. Alejo Durán sí subió, pero su acordeón se estropeó, y empezó la leyenda. “Este pedazo de acordeón, ay donde tengo el alma mía, aquí tengo mi corazón y parte de mi alegría”, se escuchó cantar al ‘negro’ Durán en una voz melancólica venida de otro tiempo.
La gente estalló en aplausos y llantos ante aquel desparpajo de espontaneidad musical, que el mismo Durán, asaltado por la inocencia campesina, no lo podía creer. Alfonso López Michelsen, el primer gobernador del Cesar y cómplice con Consuelo Araújo Noguera de la creación del Festival, escuchaba la algarabía desde la ventana del palacio de gobierno. Se asomó con atención para seguir el arrebato por el canto de un desconocido de tierras lejanas.
Se emocionó tanto que pidió a Durán repetir el estribillo. Tenía algo de aquel anciano trotamundos de doscientos años que iba de pueblo en pueblo contando historias y noticias con el acordeón, y que después llevaría el nombre de la tarima de la plaza más emblemática de Valledupar: Francisco El Hombre, el personaje que se inmortalizaría en Cien años de soledad, y el mundo supo de él.
PUNTO DE QUIEBRE
Hasta entonces el acordeón atraía hacia su centro todas las pasiones en la región, y el canto lo adornaba y enaltecía. El acordeón era sagrado. Era el que enamoraba, alegraba o entristecía. No eran tanto los cantos. Así que ‘Este pedazo de acordeón’, de Alejo Durán, debió ser un punto de quiebre en la canción vallenata, porque un par de estrofas sencillas y de emotivo coraje atrapó el corazón de los vallenatos, como las notas más sublimes del acordeón o el carisma de su ejecutante.
Un joven Jorge Oñate, que no tocaba el acordeón ni componía, se le dio por interpretar canciones ya célebres con una voz de tono firme y melódico que le daban carácter y modernidad al canto. Se escuchaban distintas. La música vallenata se empezó a experimentar de otra manera. Quienes hasta entonces hacían canciones para compartirlas en parrandas, se dieron cuenta que ahora las podían hacer más para el cantante que para el acordeonero.
Esto cambió la inspiración de componer. Le dio libertad expresiva e imaginación a un nuevo personaje: el compositor. Había llegado el momento de contar todas las historias y experiencias de la vida en métricas hasta entonces desconocidas en la música de acordeón. Desde el costumbrismo más coloquial, las relaciones amorosas románticas más intensas, el paseo lírico, hasta la protesta social. El alma de los cantos vallenatos se abrió hacia un nuevo tiempo.
El acordeón no quiso perderse el acontecimiento y también se adaptó a esta alquimia sentimental. Miguel López, Emilianito Zuleta, Alfredo Gutiérrez, Colacho Mendoza, y otros más que habían tomado el novedoso y enérgico sonido de Luis Enrique Martínez como la base de la que se desprendían todos los estilos, soltaron más sus notas y crearon melodías para el sello personal de cada compositor: el idealismo romántico de Fredy Molina, el canto lastimero de Leandro Díaz, el idilio nostálgico de Gustavo Gutiérrez, las añoranzas de Rita Fernández, las crónicas de Rafael Escalona…
Una explosión de canciones en las parrandas hizo que el Festival de la Leyenda Vallenata abriera al año siguiente la categoría de la canción inédita. Había que arrancarle al compositor sus mejores historias. Así fue. El paseo ‘Rumores de viejas voces’, de Gustavo Gutiérrez, desató apasionados sentimientos en el público y ganó. Tenía el secreto de una auténtica canción de raíz folclórica vallenata. En adelante, el mensaje era claro para los participantes y el jurado que debía elegir a la mejor canción. El secreto estaba en el corazón intuitivo del compositor, alimentado por los aires antiguos de un acordeón.
Siguieron otros alquimistas que transformaron sus sentimientos en canciones inolvidables y robustecieron a una música ya legendaria. ‘El indio desventurado’, de Fredy Molina; ‘Lamento arhuaco’, de Santander Durán; ‘Recordando mi niñez’, de Camilo Namén; ‘No vuelvo a Patillal’, de Armando Zabaleta; ‘El hachero’, de Nicolás Maestre, la que no se eligió porque no poseía el secreto; ‘La profecía’, de Julio Oñate Martínez; ‘¿Qué hago Señor?’, de Hortensia Lanao, la primera mujer en ganar el certamen; o la memorable ‘Ausencia sentimental’, de Rafael Manjarrez, convertida en el himno de este Festival.
RESISTENCIA
No todas las canciones inéditas son famosas ni sus compositores celebridades. Muchas no fueron más allá de los aplausos y los premios, la mayoría no se grabó, y algunas permanecen en la memoria del pueblo. Pero de eso no se trata la convocatoria de la canción inédita, sino de estimular a las nuevas generaciones a preservar las fuentes de las que se nutre la auténtica música vallenata de siempre.
Darle buen trato a la composición de una melodía centenaria y en permanente evolución y expansión, sin olvidar el folclor de donde surgen los cantos, que después de todo es el rasgo más dominante de la identidad cultural de esta región del Caribe.
Dicen que la humanidad no sobreviviría un solo día sin amor, y hay un pueblo que moriría de hastío y tristeza sin el aliciente de un canto vallenato y su acordeón. Ese canto que, gracias a la perseverancia de la canción inédita del Festival y a los últimos bastiones de la composición, se resiste a desaparecer. Porque entonces la música vallenata perdería su encanto y originalidad, un privilegio del que gozan pocas músicas del mundo para el disfrute de la humanidad, como parte de su patrimonio cultural.
La mejor canción inédita vallenata tal vez ya se hizo, tal vez sean varias de una lista selecta, tal vez se esté haciendo ahora mismo, o aún está por crearse. O nunca podrá componerse. El mítico ‘credo al revés’ cantado por Francisco El Hombre al diablo, envuelto aquella madrugada sin tiempo en la nube alcohólica de su andar vagabundo, debe ser esa canción inédita inmortal que jamás se hizo.
*El autor es Premio Nacional de Crónica Ciudad de Bogotá 2020.
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Por Uriel Ariza-Urbina