El problema de la drogadicción adquirió ribetes circenses en este rocambolesco país. Pasamos del pecado mortal al delito conexo, para terminar descubriendo ahora que hay que hacer algo o acabaremos en una olla más grande que la del Cartucho. Todas las generaciones futuras dependen de lo que decida hacer la presente para poner en su sitio un negocio perverso que amenaza inclusive con degenerar la descendencia humana, aunque algunos opinen que lo recreativo no daña.
Las contrapartes llegan a tener posiciones monacales. Para unos por obvias razones se trata de un pecado y para otros es una expresión de lo que llaman el libre desarrollo de la personalidad. Todos parecen tener sus propios y tristes intereses sin que a nadie le interese la verdad: agoniza el futuro del país en manos de una juventud que a nadie le importa defender.
Los grandes del negocio descubrieron que el mercado doméstico es más sencillo y rentable que la lucha internacional con carteles sanguinarios y sistemas judiciales de probada operabilidad. Por el contrario por estos lares donde se negocia la Ley y se glorifica al transgresor, el banquete está permanentemente servido. Entre un 8 y un 12% de los colombianos han consumido alguna vez droga. El negocio mueve en un año casi la misma cantidad de dinero que la corrupción, aclarando que hace parte de la misma.
En los bares de las zonas rosas, cerca de todas las universidades y en los parques, pulula la venta y el consumo de drogas. Pero lo que resulta espeluznante es que de los 10 millones de estudiantes en colegios más del 10% inhalan cocaína y/o fuman marihuana. Hay un ejército de jíbaros rondando los colegios, escudados en la legalidad de la dosis mínima y la tolerancia de poder llevar múltiples dosis con la excusa de tener las dosis diarias de toda la semana. Existen estudiantes expendedores que además tienen la función única de inducir con dulces y galletas a los niños en el consumo de droga, tarea que cumplen saltando de colegio en colegio cuando son expulsados.
Aunque hay más de 400 ollas en Bogotá, hoy el sistema cambió y se vale de la adicción a las redes sociales como vehículo seguro y económico de comercialización. Por estos días ya no hay duda que esta adicción a las redes está causando neuro-sicopatologías en sus usuarios, pero ahora además contribuye al hundimiento de los adictos en el infierno de la drogadicción. Tampoco hay dudas del daño que causa en la salud del consumidor el uso de estas drogas; vale la pena dejar claro que generan dependencia hasta en un 70% de los consumidores, dependiendo de la droga y de la tolerancia individual, aumentando el riesgo mientras más temprano empiece el consumo.
Parece mentiras que haya duda sobre la urgencia de controlar el microtráfico. Solamente en lo que va del año la Fiscalía ha intervenido 1.033 redes y capturado 3.441 personas relacionadas con el tema. Los genios de turno cacarean que hay que ir tras los productores y los grandes capos del negocio y que no podemos llenar las cárceles de jíbaros. Como si los jíbaros que mueven el negocio en las calles de Nueva York o de Bogotá no fueran precisamente los agentes y la razón del enriquecimiento de esos grandes padrinos. Y como si lo uno quitara lo otro o como si tuviéramos que llenar las cárceles pero de buenos.
Otros catedráticos del sofisma sostienen que eso aumentaría las ganancias de los jíbaros, que venderían el doble a quienes se les confisquen las dosis. ¿Quién dijo que la plata se recogía en los árboles. Y qué tal la lógica, entonces apresar a los acusados de robo en la calle doblaría el producido de sus secuaces libres que delinquirían el doble para recuperar lo perdido. No será precisamente que aplicar justicia es el mejor método disuasivo?
Sobre el tema han opinado en los medios médicos doctorados en drogadicción. Según ellos las sociedades científicas exigen que se distinga entre la adicción como enfermedad y el “uso recreativo en niños… que conlleva a adicción y dependencia”, lo cual debe tenerse en cuenta a la hora de elaborar políticas . Clarísimo, no se trata de ningún descubrimiento, debe estar en el antiguo Código de Hammurabi; otra cosa es que por hacer prevención y educación no se intervenga la cadena de microtráfico, no se defienda al consumidor de forma que no muera en el intento y no se proteja al ciudadano común que convive con las ollas en las calles. Trabajar en lo anterior de ninguna manera es quitarle la dignidad al consumidor, como opinó un ilustre colega siquiatra en los medios, porque además también hay que salvaguardar la dignidad de los demás ciudadanos.
Qué bueno fuera que las sociedades médicas le entregaran además al Gobierno un sustancioso estudio que incluya las acciones educativas y preventivas, sin obstaculizar la labor de intervenir las situaciones de facto producidas por la acción de los jíbaros. Trabajar en la educación y prevención para evitar la drogadicción es una conclusión fácil que resulta obligatoria, pero que de ninguna manera excluye la resolución de los problemas planteados por la venta y el consumo público de drogas. Lo anterior es especialmente cierto si se considera que los resultados de la labor educativa toman tiempo.
Hoy, por razones bien conocidas, aumentamos las hectáreas sembradas de coca en más del 150% en un lapso relativamente corto. Culpamos a los consumidores del norte en nuestro afán de pasar de agache, evadiendo la responsabilidad de hacer cumplir nuestras leyes y los compromisos internacionales de controlar la producción. Este año hemos roto todos los records en toneladas de droga colombiana incautada en los puertos americanos, españoles, italianos e ingleses. Sin ocultar nuestro derecho a exigir a la sociedad internacional colaboración en la erradicación, tenemos que asumir con valor el compromiso de desnarcotizarnos.
Es fácil pasar por progresista exigiendo la legalización de las drogas. La discusión se ha centrado en problemas de orden moral y yo creo que la decisión debería además estar muy influenciada por las consecuencias económicas que generalmente no admiten muchos titubeos.
Quienes proponen la legalización tienen razón al decir que algunas cosas mejorarán. La delincuencia organizada probablemente se alejará del negocio, habrá una reducción del dinero destinado a hacer cumplir las leyes contra las drogas, habrá alguna merma en los costos causados por los robos y lesiones realizados por los drogadictos para conseguir la droga y en el plano internacional, los gobiernos latinoamericanos probablemente dejarán de ser amenazados por las bandas de traficantes, además de poder exportar pacíficamente la droga.
Habría que estudiar el costo social y económico de la legalización. Si comparamos la guerra contra las drogas y la prohibición federal contra el alcohol en los EEUU durante los años veinte, encontramos algunas diferencias, empezando por el hecho de que el alcohol ha sido parte de la cultura occidental durante miles de años y las drogas se pusieron de moda desde 1.962. El 90% de las personas que consumen alcohol, rara vez se intoxican; en las drogas el elemento básico es la intoxicación.
El alcohol a pesar de que tenga diferentes presentaciones (vino, ron, cerveza, etc.) es uno solo mientras las variaciones en las drogas son ilimitadas; hoy se dice que hay más de 32 sustancias psicoactivas. Habría que legalizar el bazuco lo mismo que la cocaína lo mismo que el LSD o que la marihuana; de lo contrario siempre habría un mercado negro. Si se determina una edad mínima para el consumo de las drogas, el mercado negro funcionaría para el resto de los consumidores.
Es interesante analizar que antes de la prohibición del alcohol en 1920, el consumo de alcohol en los EEUU promediaba 11.7 litros por persona por año. Durante la década de la prohibición este consumo cayó a 3.2 litros y se mantuvo en 6.75 litros por año diez años después de la derogación de la prohibición. Es decir, que la ilegalidad redujo el uso a una cuarta parte de su nivel previo, para no hablar de que la incidencia de cirrosis hepática se redujo a la mitad.
De los datos anteriores podríamos deducir que si se legalizara la droga los millones de consumidores actuales en los EEUU crecerían en un 110%, siendo optimistas, porque algunos sostienen que como el placer ofrecido por la droga es instantáneo y superior al del alcohol, el porcentaje aumentaría. Entre el 10% y el 15% de los consumidores de alcohol se convierte en alcohólicos; en el caso de la cocaína el 70% de los consumidores se convierte en adictos. Son bien alegres las afirmaciones que sostienen que la dependencia a las drogas está entre el 10% y el 25%; habría que investigarlo en muchas drogas, estratos sociales y personalidades.
Se calcula que el 30% del costo estimado del abuso de las drogas se destina a hacer cumplir la ley y el resto se emplea en tratar de subsanar quebrantos de salud de los adictos y en reponer pérdidas de producción. Si por la legalización, que por lo explicado anteriormente doblaría el porcentaje de los consumidores de la droga, se ahorrara el primer 30% mencionado, se doblarían o triplicarían los costos de salud y de pérdidas en la producción.
Por último, analicemos que si anualmente mueren 250.000 personas por el abuso del alcohol y 400.000 por fumar, y la legalización empujase el número total de drogadictos a solo la mitad de los alcohólicos, morirían más de 200.000 personas adicionales por año. Si a esto le agregamos el potencial de las drogas, sus efectos debilitantes, los efectos degenerativos y cancerígenos de algunas de ellas y la posibilidad de contraer el SIDA al utilizarlas, esta cantidad crecería incontrolablemente.
No parece ser un buen negocio para la sociedad organizar centros que repartan a los adictos psicoactivos para que no delincan buscándolas, como pretendía un exalcalde de Bogotá. La desintoxicación es un trabajo muy serio que se realiza en centros especializados y no en parques públicos; lo contrario sería ayudar al hundimiento progresivo de indefensos esclavos de la droga y ayudar a enriquecer a quienes la producen.
Bien difícil el tema de la legalización. Habrá quienes aprecien en forma diferente el problema, cosa respetable, pero no existe ninguna razón para tratar de tapar el sol con un dedo. De todas formas habría que aceptar que las cifras siempre han tenido un valor determinante cuando se trata de tomar decisiones en cuestión de costo social y económico.
Por Leopoldo Vera Cristo