BITÁCORA
Por Óscar Ariza Daza
Sobre la calle 31, en el barrio Los Mayales de Valledupar, a menos de cien metros de la Academia de música vallenata Andrés El Turco Gil, está un lugar que contrasta con ese centro de enseñanza en el que la alegría y la música se convierten en celebración de la vida.
Al tiempo que a la escuela del Turco asisten cientos de jóvenes que a diario remojan la alegre esperanza de ser grandes exponentes de la música vallenata, a poca distancia de allí, en una casa mal acondicionada habitan 12 ancianos, víctimas de la indiferencia del Estado y la sociedad que poco hacen por brindarles garantías de tener una vida digna.
Cuando uno entra en ese lugar siente vergüenza de su individualismo, experimenta sensación de apocamiento por enfrascarse en los propios problemas, creyendo que son los únicos y los más complejos e insuperables, olvidando que hay situaciones peores que pueden ser resueltas con menos del cinco por ciento de aquello que rechazamos por simple costumbre de quejarnos.
Ver a 12 ancianos abandonados a su suerte, mal vestidos, durmiendo en condiciones precarias, sin atención médica, psicológica y social, con colchones destruidos, sin comida y sin gas para cocinar, sin ayudas técnicas para movilizarse, pero con una fe intacta en Dios, uno siente culpabilidad ante gigantesca infamia, pero a la vez, ganas de contagiarse de esa fe de 12 amorosos viejos que a pesar de estar abandonados, luchan por una oportunidad para vivir dignamente sus últimos años.
Mientras en las culturas orales, ágrafas, persiste una enorme consideración por los ancianos, quienes se constituyen en un tesoro para la comunidad, porque poseen el valor de la sabiduría para curar, legislar y educar, para mantener las tradiciones de los pueblos, en nuestras sociedades letradas los ancianos han ido perdiendo un espacio vital y de esa posición de privilegio, hoy padecen el menoscabo por parte de una sociedad que los ve como una carga.
En el ancianato de Los Mayales, en lugar de enfermeras, psicólogos, trabajadores sociales y médicos que presten su servicio, surge imponente la imagen de un anciano, más viejo que los otros once, sin caja de dientes, con una gorra azul, una pantaloneta negra, un pocho de rayas y un corazón más grande que este valle, un corazón literalmente grande, quizás porque a sus noventa años, cuando debía de gozar de protección especial, por ironías de la vida, Marcial Pacheco se dedica a cuidar de sus compañeros desamparados por la sociedad, pero acogidos por él desde su gran capacidad de servicio. A sus nueve décadas aún tiene las fuerzas suficientes para liderar este grupo y conseguir lo poco que le quieran dar, para repartirlo entre todos.
La fe de Marcial Pacheco contagia y nos reta a luchar por ser más solidarios, por hacer algo verdaderamente importante, pues frente a lo que él hace desde su enorme voluntad, nuestros ideales que antes nos llenaban de orgullo, hoy se minimizan al acercarlos a lo que él defiende como su proyecto de vida hace más de trece años, pese a sus vejez que a veces intenta detener su pertinaz deseo de ayudar a los demás.
A todos los amigos y los que aún no lo son, los convoco desde este ejercicio de escritura a que empecemos a volvernos más solidarios que nunca con Marcial Pacheco y sus once compañeros que pese a sus años, aún tienen mucho que dar y que contar a esta sociedad que hoy tiene una buena oportunidad para reivindicarse con ellos.
Estos ancianos del barrio Los Mayales, quienes viven en una casa dada en comodato por la alcaldía, que luego los abandonó a su suerte, requieren atención y afecto, para sentirse parte de una sociedad que en lugar de marginarlos, los incluya proporcionándoles alimento y cuidados adecuados.
Esta es una buena oportunidad para que la solidaridad vaya más allá de hacer una jornada de atención, que como siempre, al pasar de los días vuelve a olvidarlos, para convertirse en un compromiso institucional del gobierno municipal, departamental, las iglesias, el sector privado y la sociedad, para restaurar en forma constante y definitiva el sagrado valor de ser anciano.
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