Él hunde su mano derecha con delicadeza en el cabello castaño y ondulado de ella, entonces siente que está ingresando a un caos infinito, ardiente y jugoso, siente que el resplandor de la luna transforma la arena en luciérnagas y que los cantos del mar son menos románticos que vehementes. Luego él toca con sus dos manos las orejas y las mejillas de ella, el acto es sublime porque las carnes que se vinculan son blandas, sudorosas y frágiles ante la pasión. Los ojos de los amantes se entretejen y chispean, ellos saben que el primer beso no se da con la boca sino con la mirada, con la respiración.
Están sentados en la playa de Cabo San Juan. La tranquilidad del entorno y el aislamiento del mundo ordinario los acerca con suspenso y con deleite hacia el olvido, mientras que la Sierra Nevada vigila sus cuerpos bronceados con la misma destreza de los voyeristas. Él acerca con sutileza sus labios a los de ella, va hacia un laberinto de arrebatos, alucinaciones y ojos que lloran semen. Advierte que no será fácil hallar la salida, que no será fácil tropezarse con la monotonía. Antes del contacto glorioso confirma que el tiempo siempre da la oportunidad para vencer al desconsuelo y para descubrir un nuevo sendero que conduzca al placer.
Sus labios se encuentran, se encuentran con timidez, con devoción. Es un beso seco que sirve de preludio y que disimula las ansias, solo las disimula porque ellas están allí, retorciéndose en los vientres de los amantes mientras el viento del Tayrona se santigua cuando olfatea al estallido que viene. La mujer cierra los ojos y ve el infinito, que es su porvenir, su lecho. Luego soba el pecho y los brazos del hombre y aprieta los dientes, suspira hondo y suelta una sonrisa de goce. Ratifica que huir de un nido sin pasión es más excitante que deplorable y peligroso.
Ahora él abre la boca con lentitud y ella responde de la misma manera, está dispuesta a dejarse transportar hacia el delirio, hacia la perdición. Los labios de los amantes se embrollan, lubrican las esencias y los sentidos y disuelven los cuerpos como el azúcar en el agua caliente. La humedad redime y aprisiona al deseo, hace que deambule por geografías insospechadas y que se enchufe con la eternidad, la eternidad de este momento. Él hombre toca con cuidado el muslo firme y dulce de la mujer, no pretende apresurarse pero sospecha que puede corromper algunas virginidades inhóspitas.
Por fin las lenguas se descubren. Primero se enredan con una ternura fluida y penetrante y luego se convierten en dos serpientes que pelean a muerte, que se aman a muerte. Las salivas se articulan de manera irremediable, es una sola boca con una sola saliva, una saliva que tiene un sabor a melón, a locura. Los alientos y los gemidos de los amantes son frescos como la noche. Él corroe los labios de ella y el dolor no existe, tampoco existe la vida habitual, esa en la que no pueden estar juntos y son infelices.
Temblorosa, la mujer deja caer la parte dorsal de su cuerpo y el hombre viaja encima como un zombi y luego acaricia su ombligo de sol y besa su mentón y su cuello. Claro, él reconoce el aviso, sabe que el trayecto apenas comienza y que le faltan otros labios por besar.
Por Carlos César Silva