Por: Luis Napoleón de Armas P.
En una democracia perfecta, el voto es su soporte fundamental; pero si esta es espuria, es apenas un insumo, condición necesaria pero no suficiente. En este país, el voto, incluso el de opinión, está expuesto al fraude, desde la urna hasta la registraduría, en muchas de las cuales la compra de votos se hace al por mayor, donde el elector queda reducido a un idiota útil. Hoy, por ejemplo, 407 municipios del país están bajo la sospecha de alto riesgo electoral, esto es, más de un tercio de los entes, por eso, no siempre gana quien más votos haya obtenido en las urnas. Recuerdo con asombro que hace seis años, en la mesa donde yo voté por mi hija, que aspiraba a una curul en el Concejo de Valledupar, no le apareció ni un voto, inaudito. Esta es una muestra de que allí también se hacen trampas sin cortapisas éticas ni jurídicas; los pillos del fraude siempre salen adelante. El voto, que es un símbolo de la democracia, no empodera al ciudadano sino al vencedor en las elecciones y de esa manera incita al desbordamiento de normas mínimas de convivencia ciudadana; por ejemplo, las reelecciones y referendos, con estímulos asistencialistas, son atajos para el ejercicio libre del sufragio e inhiben el voto de opinión y al sistema participativo; de ahí el abstencionismo. Por eso, el llamado Estado de opinión, no es más que un sofisma y un mecanismo de retención indebida del poder. Esta situación parece no tener retorno porque las elecciones son, cada vez, más falsas y costosas. Se estima por algunos entendidos, que un senado podrá costar hasta seis mil millones de pesos que, en una votación de 60 mil votos, en promedio, un voto valdría 100 mil pesos. Si además le sumamos la coacción violenta y el chantaje burocrático, podemos afirmar que el voto es una farsa. Las reformas políticas hechas recientemente, con el falso propósito de mejorar los procesos democráticos, solo apuntan a una teleología muy particular porque no consultan formas eficaces de participación ciudadana ni son garantistas de estos procesos; de ahí el gran número de partidos amarrados a una misma tendencia y estratificados según la conducta aparente de sus integrantes. Los de estratos bajos o de garaje, por lo general avalan a los elementos más cuestionados pero son admitidos como iguales una vez son electos; esta es una especie de triangulación electoral. Votar, hoy día, es un acto romántico, es un círculo perverso; el voto en Colombia no es el pivote de la democracia pero le da patente de corso al elegido para que se encadene con los carteles de la corrupción que produce más dinero para financiar otras elecciones y así, sucesivamente. Si una sociedad es de bajo nivel político y cultural, es proclive a caer en las falacias de este mercado recurrente. Estamos perdiendo la pelea.
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