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El relativismo moral de las conexidades

No podría terminar 2014 sin referirme a un tema que será, sin duda, debate central en el año que asoma. Siempre pensé que las negociaciones de La Habana debieron limitarse a su objetivo –el del Gobierno y el país– que no es otro que el cese de la violencia de las Farc y su reinserción al Estado de Derecho que acatamos más de 40 millones de colombianos, sobre todo si, gracias a la Seguridad Democrática, se había neutralizado su capacidad terrorista.

No fue así, y terminaron sentadas, de igual a igual, diseñando con el Gobierno la política agropecuaria y de lucha contra las drogas, amén de las condiciones ventajosas de su propia entrega.

Exigen impunidad –ni un día de cárcel-, y han encontrado apoyos sorprendentes en la opinión y en la institucionalidad inclusive.  Se sabía –y lo advertimos– que a la hora de definir conexidades con el delito político se abriría una tronera hacia la impunidad, y para allá vamos.

Se sabía –y lo advertimos– que negarían cínicamente su condición de narcotraficantes, para afirmar sin empacho que este delito es solo un medio para la revolución, como parte de la combinación de todas las formas de lucha. Sabíamos también que la izquierda democrática haría suya esa posición de la validez revolucionaria de cualquier delito; pero lo que no esperábamos era que, desde el Estado mismo, se empezara a mover a la opinión pública hacia tal aberración jurídica, con el argumento vacío, porque no es argumento, de “la paz a cualquier precio”, sin importar los sapos que deba tragarse el país.

Sí claro. Las Farc utilizan el narcotráfico para pagar el terrorismo que insisten en llamar revolucionario y, de contera, acumular una inmensa fortuna que está por ahí, embolatada en los ríos subterráneos de la economía o encaletada bajo tierra, esperando legalizarse por la misma vía de la conexidad. También utilizan el reclutamiento de menores como instrumento revolucionario –las cifras son escalofriantes-; y la trata de personas para calmar los afanes de los revolucionarios; y el ataque a poblaciones indefensas es útil para la revolución; y el secuestro de civiles con fines extorsivos; y el terrorismo despiadado como en El Nogal; y la destrucción de la naturaleza y la contaminación de las fuentes de agua.

Y si para utilizar el narcotráfico como herramienta revolucionaria deben aliarse con las peores mafias internacionales, como las que hoy aterrorizan a un país hermano como México, eso también es válido. “Todo por la paz” claman muchos colombianos con una mezcla de desesperación y esperanza; “todo por la revolución” siempre ha gritado las Farc sin escrúpulo alguno, para justificar su saga de terror y violencia que aún no termina.

Pregúntenle a Boko Haram si consideran legítimo para su revolución secuestrar, violar y asesinar niñas; o a los talibanes si consideraban necesario para su revolución asesinar a más de 3.000 inocentes en Nueva York; o al Estado Islámico si no es importante para su revolución degollar en vivo a ciudadanos inocentes.

¡No! La gloria de Dios no alcanzó para justificar las atrocidades de las cruzadas; menos la revolución comunista como fin que justifique todos los medios. El delito político está tipificado y el Derecho Internacional Humanitario es un cuerpo normativo que obliga al país por su adhesión al Estatuto de Roma. Como los alquimistas del medioevo no lograron transformar en oro un vulgar metal, tampoco un vulgar delito como el narcotráfico, el secuestro o la extorsión, puede ser convertido en idealista instrumento revolucionario.

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