Bajé al sótano en la madrugada, justo a la misma hora que la última vez, cargué las lavadoras en el orden exacto en que lo hice aquel día, vestí la misma pijama de cuadros azulejos y hasta me devolví varias páginas atrás para comenzar mi lectura nocturna en el párrafo exacto en el que iba cuando él apareció. Imité mis movimientos con la máxima precisión que me permitía mi insípida memoria, estaba fabricando un intencional déjà vu para comprobar que Luis Nieves no era proyección mental de mis delirios al alba.
Entonces volví a escuchar el trémulo arrastre de sus pasos fatigados cargando una gigante bolsa de basura y unos cartones de reciclaje. Lo saludé con cierta familiaridad, casi como un buen amigo con el que no nos cruzamos hace rato. Guardaba en mí la vana esperanza de que en algún lugar perdido del agujero negro en que se habían convertido sus recuerdos reconociera mi cara o mi mechón de pelo. Pero cuando levantó la vista y dijo “Hola, soy Luis Nieves, estás sentado en mi silla” comprendí lo lejos que estaba de esa meta.
Durante la media hora del ciclo de lavado suave, Luis me relató tantísimas historias de variopintos colores que por momentos parecía que todo aquello no podría vivirse en una sola vida. Cuando me reveló que tenía 81 años inevitablemente le pregunté por su secreto: “Do the right thing, mind your own business y vivirás para siempre…”.
“Quieres un regalo?”, me soltó de repente, y sin tiempo de poder contestar se dio vuelta, sacó de su bolsillo el llavero de superintendente con 300 llaves y se acercó a una puerta que hacía un segundo no estaba ahí. Entró y revolvió el contenido del cuarto en lo que sonaba como una orquesta de puro metal. Tras un silencio que me hizo pensar que se había desmayado, salió cargando un antiguo trineo de madera con polvo amarrado a una desgastada soga guía. En toda la cabecera brillaba un “Luis Nieves” escrito con su temblorosa caligrafía. Me miró a la pupila y con una amplia sonrisa a la que le faltaban algunos dientes dijo “Ahora es tuyo…”.
Completamente anonadado por el momento, tomé su obsequio recordando las películas en que había visto uno igual. Mientras tanto Luis me explicaba con sus mímicas octogenarias cómo solía deslizarse con su colosal dominicana por las colinas nevadas de Central Park montados sobre ese mismo trineo, esquivando árboles y turistas con hábiles giros de muñeca. Me pidió que lo cuidara y lo usara con los hijos que no tengo. “Es una pena que él no vaya a recordar este momento”, pensé para mis adentros.
Le volví a ver unas semanas después en un encuentro fortuito en la calle Amsterdam. Le pasé por el lado y no notó mi presencia, cosa de la cual no le culpé. Concentrado en no llegar tarde a clase y a punto de cruzar la esquina, un chiflido me hizo voltear… “Cuando termines de lavar, no olvides dejar la silla en su puesto”, gritó Luis.