A ‘Pello’ Colón, como llamaban a este músico de bandas de viento en Concordia, localidad ubicada a orillas de la ciénaga de Cerro de San Antonio, lo conocí en los últimos años de su vida, luego de que la investigación sobre el maestro de música Rafael Arturo Medina me llevara hasta él, como fuente informativa.
Para entonces era un hombre octogenario que lucía lleno de vida, dueño de una voz vital, desbordante, como su memoria, la que aproveché para adentrarme en la historia del profesor Medina, como este lo llamaba, así como de las bandas de viento de Concordia, el lugar donde nació, además de las de Rosario de Chengue, Pedraza y Cerro de San Antonio, y de músicos como Teodoro Escalante, a quien llamaban ‘Bombardino’ por su capacidad interpretativa.
De eso hablamos en varias oportunidades, pero él, locuaz, como esos ancianos que se angustian si no logran contar sus historias, que creen que hablar de los hechos vividos es su mayor legado, aprovechó la conversación para hablar de su vida. Mencionó que fue intérprete del redoblante o caja en las bandas de viento de su pueblo. También habló de su hijo Robinson, el dueño de la casa donde lo entrevisté, de quien afirmó que era su heredero musical porque tocaba redoblante, bombo, caja y guacharaca.
“Nosotros los Colón somos inteligentes para la música. Mi abuelo era tocador de tambor. ¡Carajo! Con él murió el pajarito en este pueblo. Esa herencia me sirvió para tocar el redoblante a la perfección”. Esto dijo, a manera de compendio, sobre los orígenes de su interés por la música.
“Además de intérprete del redoblante, he sido compositor, mi primera canción fue el porro ‘Aleyda’”, la que, tras anunciar, comenzó a tararear, para lo que convirtió el espaldar del taburete, en el que estaba sentado, en instrumento de percusión que hizo sonar con algunos de sus dedos convertidos en baquetas.
De pronto interrumpió el canto para gritar: “Robinson”. Su voz, que se escuchó en la casa donde estábamos ubicados, hizo que este asomara la cabeza por entre una cortina que hacía de puerta en una de las habitaciones. “Qué, papá”. “Dile al niño que me traiga el redoblante para mostrárselo al señor.”
“Él no está”, le respondió.
“Qué, abuelo”, la voz era del niño quien, tras ingresar por la puerta de entrada a la vivienda, recibió la orden de Pello: “Tráeme el redoblante”.
Pello volvió a tararear el porro Aleyda, aunque en algunos momentos dejaba de hacerlo para reírse, eso sí, sin abandonar el tamborileo. Lo hacía con la pericia que solo tiene un viejo músico, que no necesita de sus oídos, debido a que había perdido parte de su capacidad auditiva. Para llevar el compás de la canción le bastaba recordar su nombre para que su mente le respondiera, como un torrente caudaloso, con la melodía que interpretaba acompasadamente.
“El niño no ha venido”, lo dijo mirando sin rumbo a través de unas gafas de aumento que ya no prestaban ningún servicio, porque era ciego. Él se percató de que me di cuenta de esa circunstancia, por lo que me dijo: “Perdí la vista y la música se perdió en este pueblo, porque los músicos de ahora, no, no, no”. Lanzó una carcajada, sus únicas piezas bucales eran dos colmillos, se acomodó el sombrero blanco que lucía a un lado de su cabeza, y retomó la conversación: “No es por darme fama, pero sucedió algo en unas fiestas patronales de acá en la que contrataron una banda para animarlas. Estos, frente a la iglesia, interpretaban un vals, pero el que tocaba el redoblante iba enredado, lo que me tenía incómodo, por eso me acerqué y le dije: ‘¡Hombre! dame eso acá’, y comencé a tocarlo. Cuando terminó la pieza los que estaban escuchando me cargaron y gritaban: ‘¡Como Pello Colón, no hay otro!’”.
“Es que la gente de Concordia se acostumbró a escuchar música interpretada por bandas de viento, porque acá hubo dos, la ‘15 de Mayo’ o ‘La Vieja’, organizada por Nicolás Torné y Gabriel Mieles, por los años 10 o principios del 20, y la ‘15 de Junio’, que crearon Erasmo Hernández y Teodoro Escalante, la que estuvo vigente hasta no hace muchos años”.
“NIIÑOOO”
Pello interrumpió la conversación para decirle a dos niños, sus nietos, quienes jugando gritaban en la sala donde permanecíamos, que hicieran silencio, y cuando quiso retomar la conversación se lo impedí preguntándole sobre sus inicios en la música.
“El fenómeno mío fue grande, yo recibí clases de música, porque primeramente me enseñaron a medir los cuatro tiempos, un tiempo y medio tiempo. Eso me lo indicó el profesor Medina. Yo tuve el privilegio de ser alumno de grandes profesores como Saltarín, Barrios, Teófilo Ruiz, Herrera, Martelo y Villanueva. Sí, Manuel Villanueva, el de La Estereofónica, de Edrulfo Polo, que era un diablo con la trompeta, y compositor de discos como ‘El Iguano’, ‘Mi Aguinaldo’.
El profesor Medina vino de Pedraza contratado para enseñarnos música, dictó clases en las viviendas de Erasmo Hernández y Pedro Martínez. Al llegar lo primero que hizo fue quitarles los pitos a unos y se lo dio a otros. Perfeccionó tanto la banda que parecía un piano afinado. Con él y mis otros profesores aprendí que la melodía de la música no está en la trompeta ni en el clarinete. ¡No señor! Está en los bajos, es ahí donde se ve el profesor, cómo es que va a acotejar el redoblante con el bombardino, la armonía. Un alto con un trombón. Yo aprendí fue en la escala, pero tenía un oído para la música que me ayudó a ser un gran intérprete del redoblante”.
“Debía tener entre ocho y diez años cuando me fijaba en el que tocaba el redoblante para imitarlo, sucedía cuando venía la música (banda de viento) de otra parte. Después de que se acababa la fiesta iniciaba la mía, cortaba un pedazo de madera y hacía dos bolillitos, cogía la bacinilla de mamá como caja, hasta que se la rompía. Ella, cuando me escuchaba, decía: ‘Ya viene ese con su pin, pan’.
A esa edad me llamó el cajero grande Cirilo Castilla, que estaba casado acá. Vea, por aquí no hubo cajero como ese. Él le dijo al profesor Medina: ‘Me voy para el Valle (Valledupar), pero este va a ser mi reemplazo’. Cuando cumplí mis primeros toques con la banda, por mi corta estatura y mi poca corpulencia, debieron amarrarme el redoblante al cuerpo, para poder tocarlo mientras caminaba. Aprendí a tocar toda clase de música, pero mi favorita ha sido el vals”.
Pello guardó silencio, el que interrumpió cantando un vals de la autoría del maestro Medina, que identificó como Paulina. Continuó cantando mientras que con los dedos repicaba el cuero del taburete. “Ese disco se lo dedicó el profesor a Paulina Torregrosa, quien era una mujer de la sociedad de Cerro de San Antonio. Este era el apetecido en los bailes de la sociedad. En todo este hilo del río Magdalena el vals era el predominante.
¡Carajo! ¡El niño no me ha traído el redoblante! ¡Niiiiñooooo!”.
El niño, que se encontraba de pie teniendo en sus manos el instrumento musical, permanecía en silencio detrás de su abuelo, escuchándolo hablar y cantar, le respondió: “Abuelo, acá le tengo la caja y las baquetas”. Se lo entregó y este se la colgó en el cuello y comenzó a interpretarlo con las baquetas, inmediatamente tarareó una melodía.
“Papá”, dijo Robinson, saliendo del cuarto. “Deje de tocar el redoblante porque el señor no escucha lo que usted canta”.
En efecto, cada golpe armónico que daba al cuero de la caja rebotaba contra las paredes de la pequeña casa, era un fuerte sonido que dejaba sin respiro los agudos de su voz. Detuvo la interpretación, llamó al niño, que permanecía a su lado, y le entregó el instrumento y las baquetas, y volvió a hacer del espaldar del taburete una caja de resonancias, mientras tarareaba el pasodoble ‘Bajo la doble águila’.
Dos años después de haberlo entrevistado en varias oportunidades para escribir el libro ‘Bandas de viento, fiestas, porros y orquesta en el Bajo Magdalena’, pasé por Moya, localidad donde estaba residenciado, y tras dirigirme a su vivienda y encontrarla cerrada, le pregunté a un vecino que si el maestro ‘Pello’ estaba en su casa o en Concordia, este me respondió que en el cielo porque había muerto unos meses atrás. Entonces, triste por la noticia, recordé una frase suya: “El día que muera, Concordia se va a llenar de dolor”.
Por: Álvaro Rojano Osorio