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El poder de la palabra

Cuántas veces por rabia o  por ceguedad de un instante, o quizás un desequilibrio emocional nos juega una mala pasada y dejamos salir palabras que llevan veneno,  palabras cargadas de resentimiento, de desesperanza; de esas palabras  que  dañan a las personas que queremos. Un manejo inadecuado de palabras  pronunciadas en momentos así nos alejan de las personas que sentimos en el corazón.

Es razonable que las personas  que procuran una comunicación bien y llevan un mensaje importante a sus seres queridos disfruten de una relación de familia de esas óptimas. Se procura en ese proceso de buena comunicación ser de una línea bondadosa, que debe permitirse entre sí y entre todos, el ser amoroso, sincero, leal y que haya espacio suficiente a la misericordia.

El utilizar palabras adecuadas genera bienestar, un espacio  agradable; de eso tan bueno a veces no se  da tanto, pero podemos intentarlo.

Al ser justo con las palabras desarmamos almas, le quitamos el veneno al sentimiento que no lo es tanto. Pero si por el contrario utilizamos malas palabras y a ello le adicionamos las ironías, esas mismas que llamamos indirectas,  acompañadas de un tono de voz repelente, hiriente con gestos y posturas ásperas, entonces este tipo de situaciones van a trasgredir  la armonía en la conversación, y se daría  comienzo a la violencia.

“Las palabras malsonantes” o “palabras feas”, “groseras”, no solo son chabacanería y mala educación, sino que con ellas se falta al respecto a las personas y provocan reacciones violentas; además de ser, ellas mismas, el indicador personal de la ordinariez.

Recuerdo en una clase  con un grupo de estudiantes de la UPC, disertaba en esa oportunidad sobre la importancia de decir las cosas: de decirle al papá o a la mamá  lo importante que son.  Lo agradable que es decirles te amo, te necesito. Sin que haya de por medio un evento especial o que los tragos te hagan desinhibir. Decirle al hermano que lo amas sin que este piense de una que te la ‘fumaste verde’ o que algo necesitas. 

En medio de este tema les sugerí que hicieran un ejercicio: le darían  un abrazo, desde el corazón,  al familiar que primero vieran al llegar a su hogar, los resultados del ejercicio lo compartiríamos en la siguiente clase.

Ustedes no se imaginan, de verdad, la cantidad de reacciones  que los estudiantes conllevaron en esa oportunidad. Un joven de unos 25 años me dijo: “Profe, mi papá de la única manera que me puede decir algo agradable es que esté borracho,  bueno y sano ni siquiera me habla, y justo en ese momento fue al primero que vi, sinceramente lo pensé dos veces, pero lo hice. Lo abracé y le dije: ‘Te amo papi’. Esa noche, abrazados, los dos lloramos durante un buen rato; en adelante  le juro que no dejaré de decirle cuánto lo amo”

Es tan importante y significativo el poder de la palabra, es mágica.  Ojalá la usemos siempre para bien.  Sólo Eso.

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Eduardo Santos Ortega Vergara: