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El patio universal

Javier Ortiz Cassiani, bachiller del Colegio Upar de Valledupar, hoy doctor en Historia y docente universitario en Cartagena, en el prólogo de mi reciente libro ‘Poética de la cultura vallenata’, escribe este texto, El patio universal:

Quienes escriben desde la vieja región del Valle de Upar tienen una forma elegante, y hasta candorosa, de relacionar patios con sombra de árboles de mango, cantos reposados en taburetes de cuero y rumores de ríos de aguas diáfanas, con alusiones a los clásicos de la literatura greco-romana y a los escritores y poetas del Siglo de Oro español. Una escritura que crea un culto y valoración de lo propio a partir de la desacralización de los referentes universales o la sacralización de la comarca al hacer de los clásicos testigos y cómplices de lo que allí sucede.

Aquí, lo más natural es que Homero acompañe a Leandro Díaz en el aprovechamiento de una melodía repentina para tocar el corazón de un amor esquivo, que el poeta Ovidio observe en verano las mariposas amarillas revolotear en la Malena del pueblo de Patillal, que Carlos de Sigüenza y Góngora tarareé los versos del Amor-amor, que Rocinante paste en un potrero de las sabanas de Camperucho mientras un juglar duerme la resaca, y que sor Juana Inés de la Cruz se recoja el hábito para meterse alegre a danzar con las piloneras.

El profesor José Atuesta Mindiola pertenece a los cultivadores de esta atrevida y deliciosa prosa que vuelve universal los potreros de la región y la cerrería de sus habitantes. En sus textos, una figura carismática, talentosa y difícil como el cantante Diomedes Dionisio Díaz Maestre –por ejemplo–, encarna desde el nombre que le pusieron en la pila bautismal, la lucha constante y la tendencia a la desproporción. Es Diomedes, el guerrero griego, valiente, de inteligencia demostrada, pero también Dionisio, el dios de la vid y el vino y el exceso ritual.

Algo va –según las notas de Atuesta– de los poemas de la poetisa griega Safo a los versos de Náfer Durán (Sin ti no puedo estar/ mi corazón se desespera/ no lo dejes sufrir más/ porque me duele y se queja) o a la lírica de Santander Durán Escalona (Oye, oye cerro Murillo/ Testigo de mi infancia, testigo de mi pena/ Dile, dile a esa linda morena/ Que ya no tengo vida, desde que yo la vi).

Quizá la versión más temprana de esta forma de cosmopolitismo narrativo de las expresiones populares del Caribe colombiano, están en las notas periodísticas y los relatos de Antonio Brugés Carmona, escritos en los años treinta y cuarenta del pasado siglo. Con algo de ese barro primigenio, al que con el tiempo se le incorporaron nuevas formas de moldearlo, trabaja el autor de este libro. Y para dicha nuestro el profesor Atuesta también es decimero, de modo que cultiva esa otra manera de resumirnos elegantemente al mundo con la sonoridad musical de la rima. Mientras lo hace, quizá sin proponérselo, como suelen hacerse las cosas buenas y nobles, vuelve universal el patio donde está enterrado su ombligo, al lado de una mata de mariangola.

Por José Atuesta Mindiola

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