Corría el año 1979, haciendo tercero de bachillerato en el Instpecam, el técnico industrial de mis amores, cuando nos trasladaron de las instalaciones ‘viejas’, lo que hoy es Bellas Artes de la UPC, a lo que sería nuestra nueva sede; unos cuantos salones y los respectivos talleres en los cuales hacíamos nuestra formación técnica industrial.
Un terreno bastante amplio, que colindaba con Garupal, la avenida Simón Bolívar y puro monte para ese entonces. Luego nos quitaron un pedazo para construir el colegio Alfonso López, y después o antes no recuerdo bien, otro pedazo para construir el coliseo; últimamente cercenaron otro pedazo para construir ‘Paisaje de sol’.
Hoy, lo que en otrora era el terreno más grande que institución educativa tuviera, cambia nuevamente en su escenario y le da paso en sus entrañas al novedoso ‘Parque de la vida’.
Aplaudimos la obra, que llega a convertirse en un bálsamo sanador en el escenario ambiental, un espacio que llega a darnos matices de vida, que conjuga el desarrollo de un pueblo que para finales de los setenta y comienzos de la década de los ochenta, también nos brindaba de esa naturaleza pura.
Y como dijera Beto Guerra, los árboles que hoy ven en ese parque alrededor de las nuevas instalaciones del Instpecam, fuero sembrados por nosotros, como generación que vio nacer ese colegio. En ese sitio.
Bienvenidas la obras, es el fundamento de los buenos administradores, para eso se eligen, para que hagan… sin que tengan que robar. ‘Sí, es verdad que robó, pero al menos hizo algo’, lamentable reflexión popular.
Cuando al pueblo se le lleva una obra, buena o medianamente buena, la respuesta inmediata es venerar al gobernante de turno: se le quiere hacer un monumento, como si estuviese haciendo algo sobrehumano o sorprendentemente increíble. No, esa es su función, para eso se elige, no para otra cosa.
Lo increíble aquí, es que las obras tengan sobrecostos, que adición tras adición, lo que realmente cuesta dos pesos, al final termine costando mil. Una desproporción increíble. Pero no importa, cueste lo que cueste está la obra, robaron, pero dejaron algo.
Y nos acostumbramos a darle las gracias a quienes nos garrotean, a quienes dejan obras a medio terminar: casas en el aire, estadios de fútbol, escenarios deportivos supercostosos, plazas igual; parques por doquier con sobrevaloración y materiales de tercera, etc., etc., etc.
Y repito, hoy tenemos que valorar el Parque de la Vida, tenemos que ‘agradecer’ que, en medio de toda adversidad, incluso de quienes al principio se oponían, los estudiantes, y padres de familia de las instituciones, al final se impuso la idea de convertir este escenario en algo vistoso, algo de vida y punto de encuentro de los vallenatos; se percibe una panacea a la desidia, al desdén de nuestros dirigentes y políticos que ven en cada obra la oportunidad de solventar las necesidades propias y engrosar sus bolsillos.
Sin monumentos, sin placas rimbombantes, sin endiosamientos, al César lo que es del César, la historia dirá y hablará muy bien de aquellos que llegaron para hacer y desarrollar, sin robarse un peso. ‘El tiempo lo dirá’. Sólo Eso.
Por Eduardo Santos Ortega Vergara