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El origen vallenato del general Santander

Rodolfo Ortega Montero.

LA BIENVENIDA

El galeón se detuvo con todas las velas abajo. De cubierta, con garruchas de cuerdas y poleas bajaron un batel en el cual venía el nuevo gobernador en compañía de su esposa, un confesor de los agustinos y otra persona más de su guardia que sostenía entre sus manos un pendón de guadamecí hecho con piel de becerro, en el cual estaba dibujado el escudo heráldico de la Casa de Austria, la dinastía reinante entonces en España.

Cuando el batel tocó tierra de la bahía de Santa Marta y los viajeros hicieron pie en la arena, un piquete de alabarderos presentó armas, momentos antes de que el obispo fray Sebastián de Ocando, revestido de capa dalmática, mitra y báculo, hiciera la señal de la cruz sobre el gobernador y su comitiva. Un ¡viva España!, sonoro y emotivo, atronó el silencio de esa tarde de junio de 1618.

Las calles de la ciudad por donde pasaría el séquito, estaban apretujadas de gente, y de uno que otro balcón se descolgaba un tapiz o una guinda de flores para dar colorido a la bienvenida del Sargento Mayor y Caballero del Hábito de Santiago, Francisco Martínez de Ribamontán   Santander, nuevo mandatario de la Gobernación de Santa Marta y sus Provincias, por designación del rey Felipe III, El Piadoso.

El general Francisco de Paula Santander.

Vestido con gola blanca, zapatos de hebilla bretona, bombachos de grana, calzas a medio muslo, sombrero ancho emplumado y espadín de gala, venía vistoso el gobernador. De tez morena como de madera curada que denunciaba un ancestro moro, su esposa caminaba a su lado con mantilla de tul y peineta andaluza realzando el tupé de su cabello y una cintura quebrada por el arropollamiento del guardainfante de moda que bajo la tela de la basquiña arropaba sus pasos a ras de suelo.

LAS DIFICULTADES

Al día siguiente de su arribo, el procurador del cabildo, licenciado Juan de Señera, puso en manos del gobernador un pliego dando cuenta de la ruina del erario real; del contrabando seguido de negros bozales que metían por algunas playas desguarnecidas; de los merodeos y asaltos de los piratas por toda la costa; de la sublevación  de Brazo Seco y sus indígenas en los desiertos guajiros; del alzamiento de Perigallo con tupes y chimilas por la explanada del Valle de Upar donde no había gobierno civil; de los caminos de las provincias sin tránsito  de cristianos por los asaltos de los negros cimarrones refugiados en los palenques en el vientre de la selva profunda.

Por las tierras de El Cacique Upar anduvo el general Santander.

Por lo visto el nuevo gobernador no la tenía fácil. Tres semanas después de su llegada, el tronido de los cañones ahuyentó el reposo de la ciudad. Dos fragatas bucaneras a toda lona habían entrado al propio puerto en persecución de un galeoncete que traía mercaderías de La Habana, hasta llegar a tiro de las bombardas de un antiguo fuerte, que las alejaron haciendo disparos de grueso calibre. Luego habían visto seis velas inglesas por los lados de Morro Hermoso.

Ya sabía el mandatario que más de trecientos apellidos asentados en los libros parroquiales de Santa Marta, no se repetían en quienes vivían allí, pues ante el terror de los asaltos piratas, se iban a Mompós, Ocaña, Pamplona y otros sitios. Aun no se había disipado el mal recuerdo de las casas quemadas por el filibustero Roberto Baal, antes de robar también a Cartagena, con tres navíos y algunos pataches, conducidos por Juan Álvarez, un piloto español que así se vengaba   de los azotes que, en público, años antes, le habían hecho dar un tal Bejinés, segundo de don Pedro de Heredia, por un delito que el tal Álvarez no había cometido. 

Once años después de aquella desgracia, el pirata Martin Cotes, también hizo de Santa Marta un brasero, inútilmente defendida por el vecindario y los indios bondas.  Después fue leyenda que los cascos de sus buques roídos por la broma, y acosado en tierra por una guardia volante que atisbaba la costa, se refugió para siempre en las estepas guajiras, en las arrugas de la Serranía de la Macuira, donde tuvo 87 hijos con las indias de lugar.

Imágenes de la historia del viejo Valledupar.

Guatarrial (Walter Raleigh) había hecho asomos por allí, después de asaltar a Cumaná, Rio de Hacha y San José de Oruño, proclamando esa isla para Elizabeth de Inglaterra.

Años más luego, el Pelícano, nave capitana de Francés Drake y otros veleros, fondearon en la bahía y por tres días dispararon sus cañones volando techos y paredes, antes de entregar la ciudad a saco de sus corsarios. Por esos antecedentes que a los avecindados daban escalofríos, el nuevo gobernador pidió piezas de artillería a los fuertes de Santiago de Cuba y de La Española, la fundición de bombardas y culebrinas, y la recluta de piqueros de caballería.

LA EXCOMUNIÓN

Pero no todo eran asedios externos. El gobernador capeaba un lío con la curia de allí. Un día, las campanas doblaban tocando a entredicho, sin descanso, hasta cuando los alcatraces regresaban del mar para pasar la noche en el ramaje del manglar. El deán de la catedral había puesto una tablilla anunciando la excomunión del gobernador, y la feligresía diseminada en grupos pequeños, hacía comentarios en susurros sobre la injusticia de tan terrible censura. Todo aquel revuelto se había ocasionado por las pesquisas en la causa criminal que el gobernador llevaba contra Luisa Inés de Manjarrez por la muerte del Alguacil Mayor, Juan Esquillas, su amante secreto, y como consecuencia de una berenjena envenenada.

Se vino a conocer el ovillo de este caso por la declaración de un herbolario a quien le dieron en pago 500 ducados por preparar la berenjena con una ponzoña de escorpión, y de una esclava que delató toda la trama del crimen cuando la torturaron en la cárcel del Cabildo. Unos restos humanos en el aposento de la acusada, confirmaba la versión de la esclava, de que doña Luisa había quedado en cinta del Alguacil Mayor, hombre casado con Isabel Gasca, persona a quien iba enviada la berenjena, pero que ella, por alguna indisposición del momento rehusó comerla, y su marido Esquillas, el amante secreto de doña Luisa, mordió de ella, inocente de la trama criminal contra su esposa.

El gobernador apretaba diligencias para llegar al fondo del asunto. Luis Manjarrez, hombre importante y padre de la acusada, la sacó de aquel poblado en ancas de su caballo, vestida de hombre y en secreto la depositó en un convento de monjas clarisas, en Cartagena. En una de aquellas diligencias, el gobernador ordenó una requisa en la casa de un hermano de la reo, quien de viva voz le hizo insultos y amenazas apedillándole tirano, calumniador y otras palabras de grueso calibre. 

Época de La Colonia.

El gobernador Santander ordenó detenerla, pero don Sebastián, que así se llamaba el insultante, corrió a la Catedral para asilarse, pero fue hecho preso antes de que tocara las gradas del atrio, y remachándole cadenas le hizo meter la cabeza en un cepo.

El parecer del deán de la catedral fue otro. Según él, el gobernador no había respetado el fuero de la Iglesia, pues según otra versión, don Sebastián ya había llegado más allá de la alcobilla donde se guardan los sobrepellices y ornamentos de los oficios divinos. Todo opacado a causa de su excomunión, el gobernador Santander pidió copias del acta que lo excomulgaba para remitirlas al Real Consejo, pero temeroso el deán de haber obrado con ligereza, lo absolvió en la homilía de una misa. 

Malquistado y con la fama disminuida, como una manera de hacer el quite al bochorno sufrido, tomó entonces la decisión de trasladar la sede de su gobierno a las tierras del Valle de Upar, para dar atención a la sublevación de Brazo Seco el cacique guayuú, ya la de Perigallo, señor de tupes y chimilas.

BRAZO SECO

Un rencor prendido hacia la gente blanca había heredado Brazo Seco desde cuando, muchos años antes, Pedro Vadillo, un conquistador, hizo empalar a un cacique por los lados de  Santa Ana de la Ramada (Dibulla) porque este no consintió en que sus indios se reventaran los pulmones, hundidos entre los arrecifes  de coral, buscando ostrones de madreperlas para cambiar con los españoles por flautillas, cuchillos, cuentas de vidrios y abalorios venecianos. Un abultamiento fibroso en la nuca de Brazo Seco le había parado la animación de la mano, y después, el pellejo arrugado y marchito le fue arropando el brazo que ahora llevaba en guinda como una rama muerta. No obstante, disparaba su arco con el cual dio muerte a prisioneros tomados en el Lago de Coquivacoa (Lago de Venezuela) y a un clérigo llamado Baltazar Coello, quien venía jinete en burro haciendo camino desde un convento de misiones en Santa Ana de Coro.

Todos los clanes guayuú estaban levantados en guerra. En Rio de Hacha se respiraba el espanto cuando Brazo Seco hacía rondas por las cercanías. Había noticias contrarias en verlo en lugares distintos, a la misma hora y día. Otro cacique, Batasuma, celoso de la reputación de aquél como jefe de jefes, en secreto tramó la traición. Brazo Seco fue apresado mientras dormía y entregado a Juan Díaz Carrasco, capitán español, que esperaba en la llanura de Orino, a la sombra de la noche. En Rio de Hacha, a la orilla de un rio barroso que entrega sus aguas al mar, un palo a la manera de picota sostuvo su cuerpo con amarras, y en tramojo retorcido por detrás le quebraba la nuca. Era la pena del garrote vil. Su cuerpo fue hecho cuartos y cada parte fue exhibida en un camino distinto para meter miedo a la tribu. Su cabeza fue expuesta ensartada en una pica en el borde opuesto del rio Ranchería para que los indios la vieran descarnada por el pico de los gallinazos.

PERIGALLO

En los planos selváticos del Cesar, Perigallo, el cacique de chimilas y tupes, apostó a sus guerreros en un paso del rio Garupal. El fundador de Becerril del Campo, Cristóbal Almanocid, vino a su encuentro con un regimiento de infantes. Vadeó las aguas del rio por un sitio distinto al de la emboscada de Perigallo, y lo sorprendió con una arcabuceada por la espalda. En un bosquecillo el cacique quedó herido, con el cuerpo repleto de perdigones. Esa noche, el viento que castigaba los montes traía los sonidos de fotutos y caramillos de caña en la quejumbre del duelo de los indios. Nueve caciques menores fueron condenados a la pena de remeros de galeras. Una tarde, sacados de sus prisiones, en doliente cortejo, amarrados con tiras de cuero, a pie, entre soldados de a caballo, tomaron los caminos de la playa caribe. Nunca más se supo de ellos.  

Pacificada la tierra de Upar, los negros cimarrones de las ciénegas se habían acogido al perdón del rey que llevó fray Domingo de Batutierra, y después de una misa campal en Tamalameque, juraron quedar en paz y no admitir más negros que se fugaran hacia sus palenques empalizados. 

La Colonia.

Con el sosiego conseguido, entones el gobernador ordenó el traslado de su esposa a la ciudad de los Reyes de Upar escoltada por un destacamento de arcabuceros. Agobiaba por las peripecias del viaje, nació de ella un crio de precaria salud, que fue bautizado sin solemnidad en el Convento de Santo Domingo con el nombre de Luis Ignacio. Era el primero del apellido Santander que nacía en Nuevo Reino de Granada. Sería unos de los bisabuelos del general Francisco de Paula Santander Omaña.

UN QUINTERO DE LAS RENTAS REALES 

Un caballo sin jinete llegó a un hato de vacunos en el Paso del Adelantado. Una cuadrilla de esclavos rebuscó en las breñas de aquellos territorios hasta encontrar al quintero del fisco real desvanecido por un soponcio sufrido, cuando recorría las estancias de esos parajes tratando de hacer el inventario de mil reses que algunos colonos daban en donación al rey de España. Llevado en parihuela a la ciudad de los Reyes de Upar, de nada habían servido las lancetillas de sangría ni la inhalación de esencias curativas. Se aprestaba a morir después de confesión y testamento para dar cuentas a Dios y a su monarca. El albacea entregó ese depósito y en tenencia, las bolsas de oro de los quintos del rey al mismísimo gobernador y Capitán General de las Provincias de Santa Marta, Francisco de Ribamontán Santander, con sede de gobierno en el Valle de Upar.

En paz el territorio, el gobernador se dedicó entonces al laboreo de minas. Sus esclavos trituraban con golpes de mazos las piedras de pecas verdes traídas de Perijá para extraer cobre; se allegaban calizas de la Nevada, carbón de piedra de Tucuy; muestras de una supuesta mina de plata de Chiriguaná, y de yeso de Castillete. Fue cuando, a petición de los colonos blancos asentados en el Valle de Euparí, solicitó al Consejo de Indias la anuencia para esclavizar a indios tupes y chimilas, pretextando sus crueldades, su condición de indómitos y las revueltas constantes de ellos.

EL JUICIO DE RESIDENCIA

Un día supo el gobernador que a Cartagena había llegado Pedro de Valenzuela, un juez de residencia para pedirle cuentas de su gestión. Viajó entonces a Santa Marta para enfrentar 130 cargos, entre ellos, su apropiación de 78 libras aragonesas de oro que el quintero, Sebastián de Valdeomar, antes de morir, le había dejado en custodia. Tampoco dio razones de su venta de indios esclavizados, ni del contrabando de negros que hizo con Melchor Home, preso en Sevilla por eso. En apuro por esas acusaciones, un día vistió la sotana de novicio y se refugió en un convento franciscano. De allí medio desnudo y arrastras, lo hizo sacar el juez y lo metió en una celda del Cabildo. Dos meses después fue sentenciado a pagar mil ducados y 90.000 maravedíes. Además, fue desterrado a Honduras donde le vino la muerte que puso remate a los infortunios que le llegaron aparejados.

De ese Santander, mandatario de látigo y escapulario que vivió del expolio de los indios, de la desamparada desgracia de los negros y de los hurtos a su rey, saldría un vástago de quinta generación, el general Francisco de Paula, que con su sable le rendiría culto a la libertad de América, y le daría fisonomía legal a la República.

Casa de campo, Las Trinitarias, La Mina, territorio de la Sierra Nevada, mayo 20 de 2022.

POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN

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