Hemos venido considerando hace unas semanas algunos elementos doctrinales y prácticos de los sacramentos. Meditamos sobre cómo el Bautismo nos convierte de creaturas en hijos de Dios; la Confirmación nos hace templos del Espíritu Santo y testigos del amor; a través de la Confesión recibimos el perdón de nuestras faltas; en la Eucaristía nos alimentamos con el Cuerpo y la Sangre del Señor y, con la Unción de los enfermos, somos confortados por la gracia divina en uno de los momentos más cruciales de nuestra existencia. Los sacramentos son “cosas sagradas”, actos que nos llevan a Dios y nos unen con él, signos visibles de la gracia invisible, momentos puntuales que fortalecen nuestro vínculo con la eternidad. Nos ocupa hoy un sacramento por el que siento particular aprecio y del que hablaré no desde la teología sino desde mi propia experiencia. Mis palabras son el preámbulo del libro “confesiones de un sacerdote a su hijo”, que pronto verá la luz.
Soy sacerdote. Esta escueta frase define parte de mí con toda verdad. Un día recibí de Dios la llamada a servirle de manera particular y especial a través del ministerio sagrado, y respondí afirmativamente a su petición; recibí la ordenación sacerdotal, un sello indeleble en el alma que me identifica con Cristo pastor supremo, me capacita para actuar en su nombre y ser canal de la gracia con miras a la salvación de mis hermanos. No hay pretensión en mis palabras. Es lo que soy, no por mis méritos, sino por voluntad de quien, “cuando yo era niño me amó” y, sabiéndolo todo me eligió. ¿Por qué? No lo sé. ¿Para qué? Para servir.
Había pasado la noche en vela, buscando respuestas y chocando incesantemente con el silencio y con el frío mármol del tabernáculo. Dios estaba allí. Le hablé, le conté lo que ya él sabía desde la eternidad. Él escuchó, pero nada dijo. Luego, una vez más, comprendí que él habla con palabras de silencio que sólo pueden ser escuchadas por un corazón sosegado. Entonces callé. En medio de la oscuridad que me envolvía, la llama de la lámpara de aceite desprendía una tenue luz. Me puse de pie al amanecer y me dirigí a mi habitación. Era el día más importante de mi vida.
Es como si el tiempo se hubiese detenido. Horas más tarde me descubrí caminando en procesión hacia el altar, mientras una muchedumbre cantaba; luego estaba postrado mientras se entonaban las letanías; después las manos de mi obispo se posaron sobre mi cabeza, y luego las lágrimas bajaron profusamente de mis ojos cuando mis manos fueron ungidas con el óleo sagrado y no pude dejar de pensar en las palabras que hacía un tiempo había escuchado a un joven sacerdote en su primera Eucaristía: “Hoy, estas manos pecadoras son santas por misericordia de Dios, hoy mis manos son las manos de Cristo para consolar, perdonar y amar”. En aquél momento comprendí su significado y temblé de pavor. El mismo pavor y admiración me han acompañado hasta hoy y ruego al cielo que así sea hasta mi último suspiro.
Luego de una larga y dolorosa crisis, que nunca fue vocacional, decidí dejar el ejercicio oficial y público del ministerio y fundar una familia. He comprendido desde otra dimensión (una más profunda) el sentido real del título “padre” y la magnificencia del plan originario de Dios: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”. ¡Soy esposo, padre y sacerdote!