No se habían completado seis meses desde que se enclavó en el monte para un supuesto curso político del frente ‘Felipe Rincón’, de las Farc, cuando ‘Valentina’, desesperada, puso su vida en manos de ‘Cincomil’, uno de los cabecillas de esa estructura.
“Ya no aguanto más acá. Pégueme un tiro en la cabeza comandante”, le suplicó al jefe guerrillero una tarde de diciembre de 2013, como si paradójicamente, le estuviera pidiendo un favor del que dependiera su vida.
En ese punto perdido de la región del Losada Guayabero, en el Caquetá, los días la habían llenado de motivos para no estar metida en una selva con gente con la que no se sentía bien, escuchando discursos que no entendía, cumpliendo órdenes que no le gustaban, haciendo el ejercicio que no deseaba y peor aún, añorando a una hija de 2 años a la que amaba.
Los 1,73 macizos metros de la guerrillera debieron verse en ese momento más inmensos que nunca y resueltos a cualquier cosa, porque ‘Cincomil’, sorprendido con la insólita petición y con la firmeza de las palabras de ‘Valentina’, lo único que atinó a hacer fue pedirles a dos de sus hombres que le quitaran de inmediato el fusil AK-47 y que la relevaran de cualquier obligación.
El jefe guerrillero pensó, tal vez, que ‘Valentina’ podía cometer una locura y más aún porque no era la primera manifestación de la mujer, de entonces 19 años, de dejar atrás su incipiente vida de guerrillera.
“Además me le quitan la reata y el arnés. Mejor dicho, me la dejan nada más el uniforme y en botas y la dejan allá en el cambuche”, ordenó ‘Cincomil’ mientras los dos guerrilleros conducían a ‘Valentina’ al improvisado dormitorio debajo de una ceiba.
La noche ya acechaba y ‘Valentina’, mascullando su rabia e impotencia comenzó a ordenar sus pocas pertenencias debajo del grueso plástico cuando llegó otro guerrillero con una razón del comandante.
‘Cincomil’, dijo su compañero, le impuso la sanción de cavar 150 metros lineales de trinchera de un metro de profundidad; tenía que empezar de una vez. La tarea culminó dos días después, cuando los pájaros de la montaña empezaban a ocultarse para despedir el día y ella sumergía las manos en una quebrada helada para calmar las manos en carne viva.
Ese tipo de situaciones era lo que tenía aburrida a ‘Valentina’ en las Farc: hacer obligada cosas que en su casa, en una vereda caqueteña, no hacía. Allá, a pesar de la eterna mala relación con sus padres y cuatro hermanos menores, sus quehaceres se limitaban a ordeñar las cuatro vacas y estar al lado de su mamá.
Precisamente, el día en que tomó la infortunada decisión que cambiaría su vida, ‘Valentina’ estaba en la pequeña finca de sus papás. Una semana atrás, a finales de julio de 2013, había llegado a visitarlos desde Florencia, la capital del Caquetá, donde trabajaba como empleada doméstica. Antes había pasado por el caserío en el que vive el padre de la niña para dejarla con él, con quien ya no tenía relación sentimental alguna.
Estando en la casa paterna, ‘Valentina’ vio en varias ocasiones y en días diferentes a un hombre de camuflado que conocía de tiempo atrás y que se paseaba por la vereda con el aire que da el creer que todo gira alrededor de él. Era ‘Cincomil’, quien una mañana, después de observarla por un buen rato, se decidió a hablarle.
“Cómo está de grande; tenía rato que no la veíamos por acá”, le dijo a la joven mujer luego de saludar afablemente a sus papás, como si no los estuviera extorsionando con 40.000 pesos anuales por cada vaca que tuvieran.
“Uno a ellos los conoce de tiempo atrás porque son los que se la pasan por ahí, además sabe que son de la guerrilla porque tienen uniforme diferente al del Ejército –recuerda ‘Valentina’–. Ese día él (‘Cincomil’), después de hablar un rato, me invitó a un curso político que iba a dar durante tres meses”.
Como no estaba haciendo mucho en la casa y para evitar las peleas que fijo y por cualquier motivo tendría con sus padres, le dijo al guerrillero, después de recibirle el pocillo de café cerrero que se tomó, que sí, que ella lo acompañaba.
‘Cincomil’ anotó el nombre y la edad reales de ‘Valentina’ en una lista que llevaba doblada en el bolsillo del camuflado y les dio unas indicaciones a ella y a sus papás. Al amanecer de tres días después, de un descampado de la vereda, un bus partió con rumbo incierto y dentro de él 22 muchachos; el mayor tenía 21 años y la menor, 13. ‘Valentina’ era una de las pasajeras.
‘De aquí no hay salida’
Lo primero que sintió fue un empujón por la espalda y luego se vio tirada en el piso. ‘Valentina’ no había terminado de levantar la cabeza cuando vio botas que, como mazos de acero, surcaban por su cara para estrellarse en todo su cuerpo.
Fue, cuenta espantando el calor con la mano en la casa donde vive –en una ciudad del sur del país–, cerca de un minuto de patadas por todos lados que le propinó ‘Cincomil’ con la excusa, supo después, de endurecer su carácter.
Despuntaba noviembre y el curso político, del que su quinto de primaria no le permitió entender casi nada, había culminado el último día de octubre. De los 22 jóvenes que llegaron, quedaban 15: el resto fue buscado por sus padres, quienes con diferentes argumentos y ruegos se los llevaron a casa.
“Cuando terminó el curso le pregunté a ‘Cincomil’ qué pasaba con nosotros, que ya habíamos completado todo y ellos habían dicho que apenas terminara, nos íbanos”, narra ‘Valentina’. “Él solo contestó que ‘los que se quedaron se quedaron; de acá no hay más salida’ y de una nos ‘encampamentaron’, nos metieron más al monte al curso básico con armas”.
Segundos antes de que la cosieran a patadas, ‘Valentina’ se había acercado al cabecilla guerrillero para decirle que estaba cansada y que se quería devolver para la casa. La repetida queja, se enteró tres días después de la golpiza por la mujer del subversivo, fue el motivo del brutal castigo: era la séptima vez que ella manifestaba en público su deseo de irse. La primera fue dos días después de arribar al campamento.
“Me cogieron de ejemplo para para que los demás no se rebotaran. Pero otros de los que llegaron conmigo tampoco querían estar allá, pues uno piensa que en cualquier momento llega el Ejército o hay un borbandeo.
Por eso a más de uno lo cogieron a pata, como a un perro, por cualquier pendejada. En el monte uno no puede decir nada y lo tratan como si no fuera gente”
A lo que se refiere ‘Valentina’ es a otros hechos que fue testigo directo o escuchó en su paso por el frente ‘Felipe Rincón’ y que, perfectamente indexados, guarda en los cajones de la memoria.
Por ejemplo, recuerda la vez que ‘Brigitte’, la niña de 13 años que abordó con ella el bus que las condujo a la desgracia, se voló del campamento y tras ser atrapada, estuvo dos meses, con sus días y noches, encadenada a un cedro como animal furioso.
Otro de los miedos que acompañan a los guerrilleros, nuevos o viejos, es que el Ejército les llegue de sorpresa, que los bombardeen o que por olvido caigan en una de sus propias trampas, como las minas antipersona.
Y ‘Valentina’ tenía buenas razones para tenerles pánico a esos artefactos improvisados. En marzo de 2014 patrullaba en el fresco de la mañana junto a otros guerrilleros por la selva del Caquetá cuando uno de los que la acompañaba –el más curtido– ordenó parar la marcha, para instalar una mina.
Antes de empezar a maniobrar la carga, el explosivista les pidió a sus cuatro compañeros que se retiraran unos 50 metros, para que si algo pasaba, solo fuera a él. Hicieron caso y se ocultaron detrás de un vasto árbol. A los pocos segundos escucharon una explosión.
Un mal ejemplo
Ocho meses después de que a mala hora aceptó la propuesta de ‘Cincomil’, la Semana Santa de 2014 ‘Valentina’ salió del monte para visitar a su familia.
Llegó como si se hubiera ido en la mañana a hacer una vuelta al pueblo. Entró a la cocina, se sirvió café en un abollado pocillo de peltre y saludó a sus papás levantando cejas y cabeza. “Buenas tardes apá, buenas tardes amá”.
No hablaron mucho y menos de lo que ella hacía monte adentro; solo generalidades sobre la salud de cada uno, de lo difícil que estaba la situación, de la vaca que se enfermó, de la gallina que no quiere poner y de si tenía pensado visitar a la niña, para entonces de 3 años. “No puedo, mañana tengo que estar allá otra vez”, contestó.
El jefe del hogar se fue a terminar la jornada en el corral y las dos mujeres se dedicaron a montar la comida.
Después de unos minutos de silencio, la mamá de ‘Valentina’ le dijo que la hermana menor, de 12 años, le había dicho hace unos días que quería coger su mismo camino.
La noticia le despertó nuevamente el deseo de volarse de la guerrilla, que el temor y la rutina ya empezaban a amansar.
Los gallos no le habían dado la bienvenida al día siguiente cuando ‘Valentina’ empezó su retorno al campamento guerrillero. Antes de salir se despidió de sus padres y a su hermana de 12 años, que aún dormía en el cuarto comunal, la santiguó.
En los siguientes cuatro meses no dejó de pensar un solo día en cómo huir del frente ‘Felipe Rincón’ y trazaba en su mente el mejor plan de fuga, pero lo desbarataba cada vez que veía una atrocidad de los jefes guerrilleros, como menores de edad nuevos en el campamento –“pueden ser mis hermanos” –, mujeres sometidas a abortos –“qué tal que me pase a mí” – o fusilamientos y castigos inmisericordes –“donde me cojan, me hacen lo mismo” –.
Tendría que llegar el 19 de julio de 2014. Un comando guerrillero de orden público, liderado personalmente por ‘Cincomil’, preparaba una emboscada a las tropas del Ejército que permanentemente patrullan los alrededores de San Juan de Losada. Les tenían listos cilindros bomba, ramblas, ráfagas de fusil, minas antipersona…
El plan les falló: poco antes de las 5 de la mañana del día siguiente los soldados les cayeron de sorpresa donde estaban atrincherados. Después de los combates aparecieron el cadáver de ‘Cincomil’ y dos guerrilleros mal heridos, además de equipos de comunicación, armas y material de intendencia.
“Ese día ellos no se reportaron por radio y a las 6 de la tarde una muchacha llegó al campamento con un papel y se lo dio a ‘Guillermo’ –cuenta ‘Valentina’–. Él nos reunió a todos y nos contó que habían matado a ‘Cincomil’ y cogido a dos compañeros, uno era amigo mío; yo de una pensé que me tenía que volar porque la próxima muerta o capturada podía ser yo”.
En los días siguientes ‘Valentina’ cuadró todo con tres compañeros que siempre habían secreteado con ella las ganas de irse. Uno de ellos era ‘Andrés’, comandante de escuadra.
La fecha acordada, el 30 de julio de 2014, ‘Valentina’ no estaba de guardia pero sí le tocaba la ‘rancha’ en la noche. Preparó fríjoles, arroz y trozos de carne de res de forma rápida para estar desocupada a las 5 de la tarde. ‘Andrés’ distribuyó los turnos de vigilancia de tal forma que a él le tocara de 6 a 8 de la noche y de esa hora hasta las 10 estuviera otro de los guerrilleros con quienes habían cuadrado todo.
“Le dije a ‘Andrés’ como a las 8:05 que me iba ya y me contestó que lo esperara, que él también arrancaba. A las 8:30 de la noche pasamos, sin armas y sin víveres, el puesto de guardia donde estaba el compañero y él solo nos dijo ‘de aquí para allá defiéndanse y no se vayan a dejar agarrar porque saben que si pasa, los ‘pelan’ (fusilan)’”, narra.
La fuga concluyó alrededor de las 9 de la noche del día siguiente, cuando con el estómago lleno de pocas frutas y agua de quebradas llegaron al caserío de San Juan de Losada. Al amanecer siguiente abordaron una ‘línea’ (carros particulares que transportan pasajeros) a San Vicente del Caguán (Caquetá).
Solo cuando estuvieron allí se sintieron realmente en libertad. En la carretera temían encontrarse con sus excompañeros de frente y la orden de matarlos o que el Ejército los identificara como subversivos.
“Días después nos presentamos cada uno por su cuenta y con susto al batallón ‘Cazadores’. Nos dimos cuenta de que era mentira que nos iban a torturar para sacar información y que después nos tirarían desde un helicóptero para estrellarnos con la selva. Eso es lo que le dicen a uno en las Farc para meterle miedo”, apunta ‘Valentina’ mientras cuelga con sus uñas arco iris la llamada que le está entrando al celular. Sonríe y sus ojos brillan por primera vez en dos horas.
Es su novio, quien sabe de su pasado y la ha apoyado en el proceso al que ingresó desde que se acogió al Programa de Atención Humanitaria al Desmovilizado.
“Y aquí vamos. Ahora estoy más tranquila y ya no quiero que me maten –apunta–. Lo que quiero es estar con mi hija, seguir estudiando en el SENA y trabajar. Ese año por allá en las Farc parecieron 20. Fue un error muy grande, uno ve cosas muy malas que hacen y le toca hacer a uno”. El teléfono celular vuelve a sonar y ella a sonreír.
Nuevamente es el novio, a quien conoció hace unos tres meses trabajando en una empresa de transporte. Él es conductor de bus intermunicipal, tal vez del que lleve a ‘Valentina’ a la esquiva felicidad y muy diferente al que ella se embarcó junto con otros 21 jóvenes una mañana del 2013 y los llevó al infortunio.
Por Jorge Luis Durán Pastrana