Por: Héctor Abad Faciolince
Hace poco murió en Medellín un médico extraordinario, el doctor Jaime Borrero. Borrero fue un gran profesor de medicina interna y un pionero de los trasplantes en Colombia.
En 1987, por amenazas, tuvo que irse del país y refugiarse en Estados Unidos. Allá, después de 30 años de ejercicio de su profesión, descubrió que para poder ejercer la medicina tenía que someterse a validaciones complicadísimas que lo devolvieron a sus años de formación. Resignado, volvió a estudiar bioquímica, genética, fisiología, etc. y pasó con honores todos los exámenes. Pero fue una prueba de humildad: lo trataron como un estudiante y tuvo que repasar los conocimientos más básicos de su especialidad.
He recordado al doctor Borrero, no sólo por su reciente muerte, sino porque este mes —guardadas las proporciones— me pasó algo parecido en mi profesión de periodista de opinión: un periódico de Estados Unidos me pidió un artículo, y yo lo escribí con esmero —como siempre trato de hacerlo—, pero también con ese descuido, digamos esa soltura, que da el hecho de haber practicado un mismo oficio durante 30 años. Mandé mi nota, Anne McLean la tradujo, y yo me puse a esperar a que en los días siguientes la publicaran. Qué va. Yo no sabía que mandar allá un artículo era solamente el principio de una faena difícil que me hizo repasar todos los fundamentos éticos del oficio.
Para no alargarme, les cuento que en ese viacrucis intercambié 23 correos con tres distintos editores y fact-checkers. Las opiniones son libres, por supuesto, pero los hechos en los que basamos nuestras opiniones tienen que estar sustentados en acontecimientos y registros de algo efectivamente ocurrido, para lo cual se debe dar más de una fuente independiente. Cada afirmación de mi artículo fue pasada por un cedazo tupido, escéptico y minucioso. Ellos no me acusaban de mentir (así como no se le dijo al doctor Borrero que era un mal médico), pero antes de confiar en mí yo tenía que demostrar que cada una de mis afirmaciones era cierta.
Les pongo un ejemplo: a ellos se les hacía difícil de creer que un expresidente pudiera haber usado el verbo ‘disparar’ para referirse a los trinos que le manda al presidente Santos. Hasta que no vieron y tradujeron el video en el que Uribe se expresa así, la frase quedó en suspenso. Al final pude demostrar cada una de mis afirmaciones, pero fue un extenuante ejercicio de humildad repasar cada frase con el miedo de haber sido impreciso.
Mucha gente me pregunta por qué suspendí los comentarios de los lectores al final de estas columnas de opinión. Mi respuesta es que hasta cuando El Espectador no tenga la capacidad de dedicar a varios redactores a verificar y moderar el contenido del foro, estos se convierten prevalentemente en una cloaca donde personas irresponsables y anónimas se dedican a insultar, a mentir, a difamar y a amenazar. Eso rebaja el nivel de la discusión pública.
Alguien en este foro se dedicaba a decir que yo era un secuestrador aliado de las Farc y también un sicario, es más, el primero de los sicarios de Colombia. Este lenguaje inaceptable, que en mala hora ha adoptado también el expresidente Uribe para referirse a algunos polémicos pero respetables periodistas colombianos, no debería aparecer en un periódico como El Espectador, ni siquiera en los foros. Una persona seria debe sustentar incluso sus trinos en pruebas y evidencias. Los casos aislados no son estadísticas; no tiene la razón el que más grita.
Las palabras son importantes y para elevar el nivel de la discusión pública hay que usarlas con cuidado. Está bien que alguien opine que soy imbécil y para eso no voy a exigir un certificado médico. Pero para aceptar el calificativo de ‘sicario’ o de ‘secuestrador’ sí exijo antes una sentencia de un juez de la República. Esto fue lo que aprendí de un periódico importante, en el que también se moderan las opiniones de los lectores y se suprimen las calumnias, los insultos y las amenazas..
Héctor Abad Faciolince. Escritor.