Entrar al monasterio de las Clarisas es como adentrarse a un mundo donde todo funciona lento, lejos de la conmoción y la rapidez de hoy. Se respira paz.
A la entrada nos recibe una ‘externa’, la llaman así porque son las encargadas de hacer relaciones con el mundo de afuera, con una sonrisa saluda y anuncia que la Madre Superiora atenderá la visita.
Lleva un hábito color marrón oscuro que solo dejar ver su rostro y es anudado por un cordón beige que tiene tres nudos que significan: pobreza, obediencia y castidad.
Luego de unos minutos aparece la superiora a través de una malla metálica que la separa del exterior. Blanca, ojos claros y estatura mediana, expresa su disposición a responder las preguntas de El Pilón. Pero la intención es entrar al monasterio de la comunidad de las clarisas enclaustradas, que desde su fundación hace 800 años, se han caracterizado por el mínimo contacto con el mundo.
De ellas, solo se conoce que venden pan en un canasto por las calles, que visten un hábito color café y que calzan sandalias en vez de zapatos.
Después de unos minutos la Superiora permite la entrada por una pequeña capilla donde los fieles asisten a orar y a escuchar la ceremonia religiosa de los domingos.
Un corto pasillo conduce al lugar donde ellas se sientan a acompañar la misa con el coro. Es un lugar pequeño dispuesto solo para ellas, separado por una pared de la capilla principal con una amplia ventana cubierta por una cortina, por donde los asistentes solo pueden escuchar sus cantos.
Al final de la pequeña capillita una puerta conduce a la amplitud de la casa. Un olor a pan y el canto de pájaros silvestres invaden el ambiente. Muchas plantas, arboles y al fondo las montañas, le dan a este claustro un especial encanto y una sensación de tranquilidad.
La vida contemplativa
La superiora nos encamina hacia la fábrica de panes. Una joven religiosa amasa pequeños penecillos en una bandeja metálica, mientras que en una salita de al lado, otro grupo de más edad, se dedica a decorar las copas que alistan para la celebración de los 25 años de fundación del monasterio. Dos jóvenes más pasan con un par traperos para limpiar un corredor.
En total son 25 las religiosas que viven en el Monasterio Inmaculado Corazón de María, quienes han dedicado su vida a la contemplación, a cultivar la espiritualidad, totalmente alejadas del mundo. Ocho de ellas son vallenatas. “Nosotras oramos por el mundo de afuera, por todas sus necesidades”, dice la madre Ángela María del Sagrario, máxima autoridad del claustro.
Su cotidianidad comienza a las 4:40 de la madrugada, hora en que se levantan a realizar sus oraciones, hasta la 8:00 de la mañana, para dar paso al desayuno y luego cada una tiene una actividad orientada a mantener el orden y sostenimiento de la casa. Posteriormente dedican un tiempo de alabanza con los coros. De 5:00 de la tarde a 7:00 de la noche comienza otra sesión de oraciones hasta la hora de la cena. Los domingos sacan tiempo para practicar algún deporte.
De las tecnologías solo un poquito
Pero su vida no es solo oración, detrás hay una historia de mujeres laboriosas, aguerridas, emprendedoras, fueron las primeras que abrieron un camino amplio hace 25 años en lo que era una calzada de herradura por donde solo pasaban las mulas y los indígenas.
A punta de pico, pala y mezcla de cemento, levantaron la pared principal que da al frente del Claustro. “Esa pared la levantamos nosotras cuando éramos jóvenes”, afirma la superiora.
Se refiere a las seis religiosas fundadoras que llegaron en 1987 con la misión de construir un Monasterio con el visto bueno y apoyo de Monseñor José Agustín Valbuena Jauregui. “Todo esto ha sido obra de Dios, nosotras sólo somos un instrumento”, dice.
Se sostienen con las ganancias que obtienen del pan y las costuras, pero los costos de la vida las han obligado a pedir cuando hay necesidad de hacerlo. Muchas empresas, principalmente de comida, frutas y verduras no dudan en ofrecerles un poco de comida a ‘las hermanitas pobres’ como también son conocidas.
Pueden recibir visita de sus familiares y comunicarse con ellos por teléfono. Algunas han visitado la casa de sus padres después de 25 años de estar enclaustradas. “Muchas personas se acercan al monasterio o llaman a pedir oración por sus necesidades”, afirma la religiosa.
En un extremo de la casa, está ubicado el cementerio donde han depositado el cuerpo de dos religiosas. De repente por un corredor sale una religiosa que camina con dificultad y muestra una amplia sonrisa. “Ella sufrió una aneurisma, la sacamos casi muerta de aquí”, dice.
El internet y la televisión solo lo usan para enterarse de noticias que son de interés de la comunidad. La única razón que justifica la salida del monasterio son los servicios médicos, de resto, la vida transcurre allí en medio de la oración, los coros, las labores de la casa y las actividades alrededor del pan y la costura.
Esta son las monjas de clausura, que decidieron romper su relación con el mundo y entregarse al silencio y a la oración permanente. Nunca abren sus puertas, ni se les puede ver, esta fue una excepción.