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El mítico Conde de Cuchicute

Casa del Conde de Cuchicute. FOTO: CORTESÍA.

Es típico, y hasta hace parte del paisaje folclórico de cada región y época, la presencia de un personaje notable por sus excentricidades, por las rarezas de su comportamiento y por la insania mental que suscita no pocos comentarios divertidos y hasta trágicos. Tal fue el caso de José María Rueda Gómez, el Conde de Cuchicute, nacido en San Gil y avecindado en El Socorro, “la tierra comunera” de Luís José Blanco, mi grato compañero y condiscípulo de mi época universitaria, y la del coronel Pedro Manuel Ortega, uno de mis bisabuelos, que después de guerrear por tierras del Cesar, fue fusilado por rebelión en la plaza mayor de allá cuando fracasó el levantamiento liberal de 1885.

De este Conde de Cuchicute (nombre indígena guane tomado de una quebrada) quedaron anécdotas contadas por tradición oral unas, y escritas otras, sobre las rarezas y episodios pintorescos, algunos lamentables.

Como todo sangileño que se respete predicaba la nobleza de sus ancestros que unía a la inmensa riqueza rural de sus padres en las quebraduras del horizonte santandereano. En el arcaico castellano con que hablaba el Conde en pleno siglo XX, como un párrafo entresacado de Tirso de Molina, Garcilaso de la Vega u otro escritor del llamado Siglo de Oro español, escribía: “Basta con a vos deciros, que de la sangre mía, sangre impetuosa y purísima que por mis venas discurre, me enorgullezco que ella por sus reductos azules galopa, más que enjaezada, cubiertas de las espumas que brillo y alteza dieran a los hijodalgos e infanzones que en línea recta suben hasta mis nobles tatarabuelos. Unión de aquella empinada estirpe, soy yo”.

Lo cierto es que sus padres eran muy acaudalados con haciendas de ganados, cafetales, tabacales, trapiches paneleros, riqueza aumentada con los cánones de arrendamientos de casas y cortijos, préstamos en dinero con hipotecas y el remate en los estancos de las rentas de aguardiente.

INFANCIA Y MADUREZ

Nacido en 1871, su primera juventud discurrió con todo fausto, sin los horrores del hambre ni del frío de la intemperie, entre el mimo de sus padres. Un nivel mediocre fue su rendimiento escolar. De aquellos años que estudió en Zapatoca, se cuentan pasajes de su vida temprana como el robo que le hizo a su propio padre en un asalto de camino, la herida que le causó con navaja a otro estudiante, su delirante simpatía por las fuerzas rebeldes del general Hernández en 1885, y también con el célebre guerrillero José del Carmen Tejeiro, ese que azotaba a sus enemigos y despues les hacía firmar un recibo que decía: “Recibí de J. de C. Tejeiros, cincuenta pencazos en pago de mi persecución contra él”, y a quien el propio dictador de Venezuela, Juan Vicente Gómez, que le tenía simpatía, le envió de regalo una carabina con incrustaciones de oro.

Pero volvamos a José María Rueda, el futuro Conde. En 1886 lo encontramos en Bogotá. Su acudiente es Francisco Santos Galvis, Tesorero General de la República, amigo de su padre por los comunes ancestros de Curití. Su aprovechamiento es nulo. Por sus coléricas discusiones aduciendo que “no hubo diluvio y que era patraña imbécil la Torre de Babel”, fue expulsado del colegio Nuestra Señora del Rosario. En el Externado, el ambiente laico fue más propicio para su temperamento.

Allí encontró a Santiago Pérez, militante en el liberalismo radical, que ya había sido presidente en los Estados Unidos de Colombia, y a quien consideró como su único maestro. Para tal tiempo Rueda Gómez acumuló enemigos, malos informes de sus estudios y el cobro de deudas que se transfirieron a su padre Timoleón Rueda. Fue cuando este concibe la idea de enviarlo a Nueva York para que aprendiera comercio en el prestigioso Eastman Bussines College, donde estudiaban los hijos de altos empresarios de aquel país. Cumplido el tiempo de tales estudios sin que hubiere notas ni ningún resultado, su padre contacta al director de College, que le da informes negativos, pues el estudiante solo había hecho un tercio del plan académico, y que, además, tenía una aplicación deficiente con una conducta dislocada. Se dispuso entonces su regreso.

En la remonta por el río Magdalena se le prendieron las fiebres frías de las tercianas; su mal de malaria fue diagnosticado y combatido con infusiones de quina, boldo y ruda. Su estado de ánimo muy bajo con la convalecencia lo habría llevado a varios intentos de suicidio. Había dejado una novia a quien hizo promesa de matrimonio, diciéndole en la despedida que si en el transcurso de un mes no recibía carta de él, era por que se había suicidado.

Veinte años tenía y la vida le hastiaba. Un día, en la alcoba de su solariega casona, quiso matarse sobre una mesa, cuidando, además, con algún esmero de narcisista, no desfigurar su rostro. La bala le rompió el maxilar superior y se colocó entre la encía. Años después en las tertulias bogotanas, diría que se había sacado un ojo para tener algún defecto, pues la humanidad no lo soportaría sin ninguna falla. Su desvarío iba en ascenso: un día destruyó a machetazos el teléfono que unía su hacienda de Cuchicute en Curití con la casa paterna de San Gil, y días después le metió candela a la destilería de aguardiente, quemando setenta barriles y causando destrozos que se tasaron en ochenta mil pesos, cuando esta unidad monetaria estaba a ras del dólar.

Conde de Cuchicute.

TÍTULO DE CONDE

En 1896, quiso su padre, don Timoleón, enviarlo a París para que estudiara leyes. Allá internó a sus hermanos menores para el aprendizaje de francés, historia, literatura, piano y baile. Él, con una renta de cuatrocientos dólares mensuales, solo de dedicó a visitar teatros, restaurantes y casas de burdeles. Pronto se sumó a la moda de los dandis, que era una élite que vestía diferente a los caballeros de la época. Desde entonces, hasta el final de su vida, su indumento consistió en pantalones largos y ajustados, botas de tacón español, chaleco de fantasía, sacoleva de frac, guantes de cabritilla, sombrero de copa, bastoncillo de ébano con puño de plata, bigotes retorcidos hacia arriba, más un monóculo que en su caso bien calzaba para su ojo de vidrio.

Su permanencia en la capital gala le indujo a leer una literatura de viajeros, y su fantasía lo llevó a crear la versión que había viajado en Siam, en pos de la princesa Titiana, con quien había mantenido un romance, y a Filipinas de donde diría que estuvo en la guerra de independencia de tal país con España, nación esta que él respaldó con su brazo armado en la batalla naval de Cevite, bajo el mando del contralmirante Patricio Montojo y Pasarón. Por esos hechos, según él mismo se lo creía, la Corona hispana, en compensación, le había otorgado el título de ‘Conde de Cuchicute y Guanentá’, en recordación de sus feudos paternos de ultramar.

La caída de los precios del café y la Guerra de los Mil Días hicieron mengua en el patrimonio de la familia. Por ser liberales de partido, los negocios se perturbaban, las haciendas fueron saqueadas y, sumado a este desastre, llegaron las confiscaciones del gobierno de los godos. Eso hizo que los hijos de don Timoléon regresaran al país. El Conde se entregó al trabajo del agro. En ese tiempo regresaron sus depresiones. En San Gil, el 13 de mayo 1899, con el cerebro embotado de ron blanco e ideas obsesivas, con una daga dio muerte a Domingo Rodríguez, obrero suyo, sin antecedentes que motivaran el hecho.

 También para tales tiempos, con opio, zafrán y vino blanco, bebida conocida como láudano, usada en fármacos como analgésico, trató de quitarse la vida. Los peritos de la causa judicial que lo examinaron determinaron, que era un “degenerado hereditario”, con lo cual en breve recobró la libertad.

En 1901, don Timoleón da la administración de sus tierras a Julio Laurens, un francés novio de su hija, como una especie de seguro por ser extranjero, que pusiera freno a los abusos del Gobierno durante la guerra. Para tales años, Jose María tuvo cuatro hijas en dos mujeres, sin bendición de matrimonio con ninguna de ellas, lo que fue causa de rechazo social por vivir fuera del sacramento católico.

En 1905 compra la hacienda Majavita en El Socorro, sumando otras más, hasta convertirse en un exitoso empresario, exportador del mejor café de la región, fundador del Banco de San Gil y socio mayoritario de la Compañía Eléctrica Hispanocolombiana del Socorro. Su independencia y su postura de librepensador lo llevó a tener duros tropiezos con las autoridades civiles y con los presbíteros de la curia católica.

Leía mucho en varios idiomas y poseía más de seis mil volúmenes en su biblioteca. La lectura lo ocupó con un lleno total, dejando la administración de sus bienes a sus “visitadores generales”. Cartas iban y venían de San Gil al Socorro para ellos con advertencias, quejas y reclamos escritas en latín y otras con citas de Lamartine, La Fontaine, Masterlinck, en la prosa que fue de uso en los tiempos de los oidores y virreyes. La tensión se aumentaba entre aquellos.

 El 15 de julio de 1906, el Conde quiso hablar con uno de esos mayordomos. Por las acusaciones de robo que le hizo a Pedro Elías Uribe, este sacó un revólver y le disparó seis tiros en el abdomen. La cirugía fue difícil, pero logró recuperarse. En medio del lío judicial y con un ambiente local caldeado por tal caso, Jose María decidió viajar a Barcelona para establecerse. En España constituyó una compañía para distribuir café colombiano en Europa, además, con otro socio montó una fábrica de artículos metálicos que laboraba fabellas y cerraduras.

Con otro socio funda el periódico ‘América en Europa’ y con el seudónimo de ‘El Conde’ escribe para Vanguardia Liberal en Bucaramanga. Su frenético tren de trabajo duró poco. En 1918 estuvo reducido con camisa de fuerza en el frenocomio de Nueva Belén. Un día le llegó la sospecha de malos manejos de parte de sus socios españoles. Decía que lo robaban y por eso decidió escribir mal de España: “Aquí solo hay gitanos y ladrones. Este es el país más inhospitalario que conozco. España es la tierra del fracaso, el país de la pandereta y de la indecencia chulería. Más grande llegaría a ser cualquier país conquistando por Castilla cuanta menor cantidad tenga de sangre española”.

Con el dinero agotado salió de una segunda reclusión en el manicomio. Tomó entonces la decisión de regresar a Colombia. Llegó a comienzos de 1922 a Santander. Ya no era el personaje locuaz, simpático y pendenciero. Tampoco el elegante dandy. Llegó sumido en un mutismo, dominado por el desequilibrio, vestido con ropa raída, en desaseo personal y con impulsos agresivos. Tomó alojamiento en casa de su hermana Silveria de Laurens, ya viuda. En tan difíciles trances su hermano Timoleón se presentó con notario el 16 de noviembre de 1922. Tres escrituras firmó José María.

Cedía todos sus bienes a cambio de una renta vitalicia en oro amonedado, quince veces menos de lo que producían sus haberes. Fue llevado a Cartagena y rembarcado a Nueva York. Diez años después recuperó sus facultades y recordó el depósito de algún dinero en un banco. Jugó en la bolsa de valores y se hizo a una suma fuerte con lo que compró un palacio en Bruselas. En esos años publicó varios folletos delatando el atraco de su hermano. Para ese entonces vivía con Lola de Argón, una española.

PROCESO JUDICIAL

En la década de los años treinta, el Conde de Cuchicute, conocido ya así, se dio por recuperar sus bienes en Bogotá de manos de su hermano Timoleón, a quien llamaba Tartufo, como el mezquino e hipócrita personaje que nos describe el dramaturgo Moliere. En esos años se exhibía con su indumentaria anacrónica de dandy en los parques, calles y vitrinas de los cafés bogotanos, y publicaba folletos de su caso judicial para ganar opinión. Vivía en aquel tiempo en humildes piezas de pensiones, luego del derroche de dinero en toda su vida.

El proceso pasó por tres instancias. El Juzgado Quinto del Circuito Civil le falló en contra. El Conde escribía: “El bolsillo de Timoleón tapa goteras. A su salud el Cojo Montalvo (uno de sus abogados en contra) baila de contento, y eructa repleto el juez Rodríguez Peña”.

La providencia se apeló ante el Tribunal. Los tres magistrados, entre ellos Carlos J. Medellín (cuatro décadas más tarde mi profesor de Derecho Romano), después de valorar el peritazgo de Luís López de Mesa y Guillermo Uribe Cualla (también mi profesor a sus 92 años, de Medicina Legal, en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional) revocaron la sentencia. De ahí fue a casación ante “la Corte de la Suprema Injusticia”, como la calificaba el Conde, la que ordenaba devolver los bienes, pero con la obligación de restituir las rentas recibidas.

No satisfizo la sentencia al Conde de Cuchicute quien quería la sanción moral contra su hermano con la calificación de que había actuado de mala fe. Fue entonces, por un cruce de palabras que tuvo, cuando retó a duelo a Hernán Salamanca, uno de los magistrados, según su concepción caballeresca de ser la “única manera de resolver una disputa por honor”.

Ya en posesión de sus bienes, todos en ruinas, solo se dolía de la pérdida de las ediciones romanas y españolas de sus libros. Por aquella época proyectó el Teatro Guanentá y el hotel Condal en San Gil, explotaba carbón mineral en una de sus haciendas, además de montar una fábrica de baldosines. Era un acontecimiento sus idas a Bogotá donde dictaba conferencias, escribía en los periódicos, y uno de ellos, La Voz del Pueblo, lo propuso como candidato a la presidencia de Colombia.

Las riñas y disputas volvieron a aparecer en su vida. En 1945 debió sustituir a Hernando Ruíz como administrador de una de sus haciendas. En una disputa, el Conde le pegó con un martillo en la cabeza y Ruíz le disparó en un brazo. El sábado 21 de julio de ese mismo año, el Conde de Cuchicute se levantó temprano para recorrer sus hatos de Majavita. Se topó con Constantino Aparicio, quien había sido un trabajador de tal hacienda. Le hizo un reclamo al Conde porque unas vacas de este se habían comido un cuarterón de una sembradura de maíz. Eso desató insultos. Aparicio le dijo: “Yo no me dejo joder”, y sacó un puñal que le hundió en el cuerpo 17 veces. Después lo remató con dos machetazos en la cabeza.

El notario fue llamado de urgencia por solicitud del Conde en estado muriente. Ante él expresó su voluntad de dejar como heredera universal de sus bienes a Florángela López, su secretaria bogotana, quien se había constituido en su mano derecha y, según comentarios, tenía enredos amorosos con él. Eso desataría otro pleito con sus hijas después, que por ser ilegítimas no tenían vocación de herencia, según las leyes de ese tiempo.

El Conde alcanzaría a declarar ante el alcalde de El Socorro: “Soy Jose María Rueda Gómez, Conde de Cuchicute, de año más de sesenta, nacido en Santa Cruz de San Gil; la ciudad de El Socorro es mi vecindad; sin parentesco con la persona que estas heridas causóme. Un villano llamado Constantino Aparicio, hirióme hoy por hacerle bien en regalarlo con café, a más de otros favores. Insultóme inerme hallándome, y acogiéndome a puñaladas y machetazos con todo lo que pudo, causóme de improviso modo, sin medios para defenderme, las heridas que os ofrezco señor burgomaestre. ¡Ay! Esme imposible continuar hablando porque la vida se me sale”.

Una monja acudió a dar ayuda espiritual y el Conde la rechazó diciendo: “Si reconcíliome con los hombres, no reconcíliome con Dios”. El domingo 22 de julio se hizo el entierro sin ceremonia en la hacienda de Majavita. Como él lo había pedido, fue enterrado de pie a la vieja usanza de los masones y librepensadores. En su tumba se elevaría después un obelisco de ladrillos.

El célebre anarquista Biófilo Panclasta, aludiendo el variante talante del personaje, escribió: “Hombres como el Conde de Cuchicute, raro, complejo, victimizado como Nietzsche, aristarquista y como este filósofo, ácrata, rebelde, alma de boyardo en un cuerpo de guerrillero santandereano”.

Ojalá que Luis José Blanco, mi condiscípulo socorrano, nos confirme si el fantasma del Conde de Cuchicute aún galopa alocado con su empaque de dandy y su binóculo sobre un caballo por su hacienda de Majavita; o si en las noches de luna llena se le ve caminando arropado con una esclavina de paño pardo, una mano con daga toledana y en la otra un libro, por la vieja Calle de la Perdición, buscando los antiguos ventorrillos de guarapo agrio en la muy procera villa de Nuestra Señora de El Socorro.

Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, julio 21 de 2021.

POR: RODOLFO ORTEGA MONTERO.

Categories: Crónica
Rodolfo Ortega Montero: