Por Óscar Ariza
La muerte que nunca descansa de su terrible oficio nos sorprende de nuevo llevándose inesperadamente a Diomedes Díaz; un personaje polémico, querido en forma desmesurada por millones de seguidores y criticado por otros muchos, pero grande en su dimensión de cantor, trovador y poeta.
Ha muerto el más grande de todos los tiempos en el folclor vallenato; un hombre que pese a sus debilidades y luchas, cautivó el corazón de quienes absorbieron su música como parte del alimento cultural para saciar esa necesidad de desahogar sus penas, expresar sus alegrías, inconformidades, amores y desamores.
Era apenas un niño de escasos diez años cuando conocí al Cacique de la Junta, con su carisma descomunal sentado en un andén en San Juan del Cesar abrazando a muchos niños, mientras la romería crecía a medida que se enteraban de su presencia. De ahí en adelante se hizo habitual encontrarlo en casa de Efrén Calderón, en el Barrio Enrique Brito, recogiendo temas para su disco, o buscando a su amado amigo Álvaro Álvarez, a Sandro Zuchini o al inolvidable Juancho Rois.
Diomedes Díaz, era un verdadero fenómeno social y cultural que paralizaba a pueblos enteros cuando sacaba su trabajo discográfico, que hacía que todos los que entraban a los bailes populares dejaran de bailar solo por verlo cantar, con sus ademanes y expresiones jocosas, muchas veces salidas de tono, pero celebradas por todos.
La sencillez, su calidad humana, su desparpajo popular derrumbaba toda inconformidad que quedaba en el ambiente ante su incumplimiento en los conciertos. Sólo bastaba su intempestiva presencia para que lo anterior quedara olvidado y la gente volviera a amarlo como si nada hubiera sucedido; ese ídolo de multitudes como solía presentarlo Jaime Pérez Parodi, tenía un corazón de niño que hacía que muchos lo siguieran sin encontrar respuesta alguna a esa pasión que sentían por él.
Diomedes Díaz fue un auténtico poeta popular que supo interpretar la conciencia colectiva de un pueblo con el que se sintió identificado; un verdadero rapsoda que deja un legado musical insuperable; más de 16 millones de discos vendidos, su estilo inconfundible de cantar y expresarse en un escenario, pero sobre todo el cariño de un público que lo acompañó en sus dificultades como ser humano, que miró más allá de sus defectos y fallas, para encontrar en él, una voz que anunciaba nuestra inconfundible manera de ver la realidad con todos sus dobleces.
Hoy la muerte calla al cantor, pero nunca a su canto, porque su voz está impregnada en la memoria colectiva de un pueblo que siempre vio en él un vehículo para transmitir sus sentimientos; una masa que hoy se levanta sorprendida con una fatal dolencia a pesar de que los heraldos negros que manda la muerte anunciaban lo que pasaría si alguien no lo ayudaba alejarse de todo aquello que silenciosamente comenzó a matarlo desde hace algunos años; la indiferencia que padecen los ídolos y artistas que pese a tener muchos fans, terminan solos, presa de sus equivocaciones paradójicamente aplaudidas por los más cercanos.