Antes de primavera debía salir la flota para hacerle quite a los huracanes del mar Caribe. Toneles rebosados de agua, harinas, vinos, tasajos de carne y de pescado seco, arrumaban en las bodegas de los veleros que desde el puerto La Coruña, así como de Cádiz, partían a Las Indias. Un apretado gentío de toda clase y condición llenaba el sitio: expresidiarios, salteadores de caminos convertidos en soldados y colonos, grumetes, vagos, humildes frailes y uno que otro funcionario de la Corona castellana.
Agustín de la Sierra y Mercader de Cordón, zagal entonces, se abrió paso hacia una edificación de piedra tallada para hacer el registro de su nombre y destino de su viaje, ante dos malgeniados escribientes de bombacho y golilla, que anotaban con pluma de ganso en unos folios amarillentos y grasosos de tanto manoseo.
Un real y dos cuartillos pagó por el asentamiento de sus datos. Luego se fue a una ermita para quitar fardos a su conciencia e invocar los favores de Santa Bárbara para no tropezar con borrascas en el mar. Después se fue a un garito para empinar un jarrillo de capitoso amontillado, entre coplas de romancillos que algún bardo, para ganar unas monedas, cantaba bordoneando las cuerdas de una vihuela.
De vez en cuando las botas marciales de los alguaciles de la Inquisición con sombreros de plumones vistosos y la mano en el pomo de la espada asomaban las narices por allí en fisga de judíos y sospechosos reclamados por el Tribunal del Santo Oficio para evitar que se fueran a las tierras nuevas, allende el mar, y perturbaran la conversión de la fe católica de indios y africanos con falsas doctrinas y herejías.
Ahora, sentado allí, repasaba la figura de su padre que tenía pergamino de viejo cristiano y que preocupado por la limpieza del linaje, pregonaba un parentesco lejano con los condes de Baños y los marqueses de Leyva. Militar había sido de servicio en Santoña, pero la rutina y la holganza en tiempo de paz lo llevaron al abuso del alcohol. Terminó encerrado en cuatro paredes echándose un cerrojo por dentro y sólo salía en dos o más meses, sucio y con las barbas de un patriarca bíblico que le crecía mientras llegaba al fondo de un barril de vino barato. Fue más tarde cuando cayó en los abismos de la locura hasta su muerte por haberse desvertebrado la nuca al arrojarse de la buhardilla del sanatorio donde lo mantenían atado a una cadena.
Su madre, Isabel de Cordón, llevó a pública almoneda las últimas pertenencias. Desde entonces sintieron las mordeduras de la ruina. Por eso, él, partía a las tierras de Las Indias en busca de destino.
Dos días después acomodaban sus baúles en un camarote del San Agustín de Frías, un panzudo velero con el nombre de su santo patrón. En la tarde las velas comienzan a hincharse con la brisa y la línea de navíos se fue perdiendo mar adentro. Un rato después, de La Coruña, se avistaba la mancha de tejas rojas suspendida sobre la última balconada de sus calles. Era un día del año de gracia de 1760.
El catalejo de un marinero divisó una línea verde en el horizonte. Un cañonazo del fuerte de San Sebastián de Pastelillo, en Cartagena de Indias, daba la bienvenida a los galeones de Su Majestad. Ya en tierra, don Agustín buscó un retablo para prender una veladora por el buen arribo. En la calesa tirada por un caballo en que subió, respiró un olor a puerto, a brea, a sudor, a albañal, bajo un sol fustigante. La ciudad como cualquier puerto español estaba circuida por enmohecidos murallones y en sus calles había coches, soldados, monjes mendicantes, fulleros sin ocupación, tolderías de mercaderes y señorones protegidos por parasoles de colores con pajecillos negros y apenas cubiertos.
Dos días después sube por un río de aguas barrosas llamado de La Magdalena en un planchón que hace navegación de bolina entre bancos de arena, apalancado por negros bogas bajo un sol quemante. En Santa Cruz de Mompox lo espera en la albarrada un criado del marqués de Mier y Guerra para quien traía, de un tío canónigo del monasterio de San Millán, un pliego de recomendación para algún destino y quehacer en las nuevas tierras.
Un sirviente vestido de librea lo introdujo en un salón, y como era de rigor en la etiqueta, preguntó: “¿Da licencia su señoría el marqués?”. La respuesta fue: “Prosiga vuesa merced, señor don Agustín, que por vos aguardo”.
Todos los parabienes y frases de cortesía entre gente bien nacida, se dijeron. Luego se sentaron para hacer charla sobre la pacificación armada de una tribu dispersa en un extenso territorio de jungla y descampados de sabanas, por allá en el lejano Valle de Upar.
Tiempos antes, las autoridades coloniales habían desesperado en ganar las tierras de los chimilas, poniendo los ojos en las montañas de Euparí, porque el virrey Sebastián de Eslava, tuvo apreturas de vituallas y recursos cuando la escuadra inglesa del almirante Vernon sitió a Cartagena. Superado el apuro, se empleó buen dinero de las arcas del rey en hechuras de trochas y de aldeas en el territorio de la tribu, para que, con ocasión de una nueva guerra, hubiere dotaciones de hombres, carnes y bastimentos de esas aldeas, hatos y haciendas de aquellos puntos metidos en la selva. Desde entonces se fue arrebatando la tierra a los indios con una guerra de exterminio. El conde de Pestagua y los marqueses de Santa Coa, desde Mompox, en desaforadas incursiones construían pueblos para romper la resistencia chimila. Don Agustín servía con gente armada como tapón de tales maniobras por las comarcas vallenatas. Famosos fueron los caminos que se abrieron hacia Tenerife y Tamalameque para el tránsito de las recuas cargueras. Aparecieron nuevas poblaciones en el itinerario para envolver en tenazas a las aldeas chimilas. Así nacieron San Miguel de Punta Gorda, la Candelaria de Plato, Garupal, Venero, las Pavas, San Antonio de Ariguaní y San Sebastián de Rábago, aun cuando éste ya existía con el nombre de Nabusímake. Entonces don Agustín activó un comercio a través del río hacia los puertos caribes con reses, bálsamo, dividivi y palo de Brasil. Sumado a esta prosperidad, el oidor Benito Casal y Montero le dio pergamino de nombramiento como juez de tierras en todo el territorio chimila. Así, desataba litigios entre los colonos, ponía precio a las tierras realengas y se hizo dueño de una inmensidad de ellas, que no alcanzó a conocer.
Su casona en la ciudad de los Reyes de Upar nada tenía de menos que las mansiones señoriales de otras partes. Los mejores talladores de Mompox labraron puertas y ventanas, muebles y camas con dosel; los tapices y olanes llegaban de Flandes; de Segovia las vajillas, vinajeras y lozas; de Toledo las bandejas y cuchillería; de La Rioja pipas y botijones de malvasía. Además tenía una servidumbre sumisa a su perentorio mandatado.
Para esa época de abundancia pretendió para sí el vistoso título de Marqués de Guatapurí. Dos veces viajó a la Corte en pos de tal blasón y después de muchos patacones de oro gastados en agasajos y honorarios al conde de Aranda y al marqués de Ensenada que hacían la diligencia, no obtuvo el título nobiliario porque al Consejo de Indias llegó la acusación de los frailes Silvestre de Alcira y Bartolo de Vinarez, contra él, denunciando la tortura y esclavitud de los indios en las Sabanas de Poponí del Dulce Nombre de Valencia de Jesús, y las palizas y muertes dadas a negros angolas y bantúes que había comprado de contrabando, burlando el pago del impuesto de almojarifazgo que correspondía a la Corona.
Pero como él había pagado ya el costoso “impuesto de lanza” por el deseado título, de todos modos, mandó a diseñar su escudo de noble como Marqués de Guatapurí que representaba a un buey uncido al arado y dos lanzas cruzadas sobre un torreón rematado con almenas y una inscripción en latín: “Ense et arastro in perpetum”.
Para el año de 1798 la peste de viruela que asolaba a la provincia llegó a los portales de su casa. A su hija María Ventura y a su esposa le aparecieron bolsitas purulentas en todo el cuerpo, y aún cuando los curanderos y herbolarios disponían de pócimas secantes, aceite de canime y alcanfor, todo fue perdido. Los hados se volvieron esquivos con la buena suerte. No había no pasado el año de aquel fatídico día en que ambas mujeres fueron sepultadas bajo las losas del convento dominico, cuando un día de septiembre entró un jinete a toda espuela por los portones traseros de la casa, con el anuncio de que el amo era traído sin luces de conciencia desde sus alquerías de San Lucas del Molino, por una cornada de un buey de condición mansa cuando trató de atarlo a un trapiche.
Las campanas tocaron a duelo ese 24 de septiembre de 1799 en la ciudad de los Reyes de Upar. En la penumbra de los aposentos reinaron las preces del rosario por el alma atormentada del marqués de La Sierra y Mercader, pidiendo la gracia para que en el más allá se desanudara de sus glorias mundanas.
En el frontispicio de la solariega casa duró el escudo de armas del Marqués de Guatapurí con la divisa borrosa por los soles y la lluvia, pero aun se leía lo que decía el latinajo: “Con la espada y el arado a perpetuidad”.
Pero llegó el día en que un militar de la revolución patriota, enemigo de España y de su rey, se tomó por las armas a la ciudad de los Santos Reyes de Upar, y ordenó demoler el escudo. Con el golpe de su caída el blasón de convirtió en una nubecilla de polvo, la que fue barrida en un remolino por el empuje de la brisa, y luego se fue alejando en la distancia de la calle desierta.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, enero 6 de 2020
Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN