“Ten cuidado mariposa de los pérfidos amores, no te cieguen los fulgores de una falsa pasión”. En la voz de Hugo del Carril, el argentino cantante de tangos, quien, a través de un transistor japonés, seguía al dúo Gilberto Galván, ‘Cabirol’
Era también de su hábito sabatino, ponerse en sintonía con un programa que desde los cafetales del Quindío echaban al aire las voces tangueras de Carlos Gardel, Libertad Lamarque y Raúl Lavié. En ese receptor de batería captaba además el torrente de música del Caribe, en especial de la Sonora Matancera con sus grandes artistas: Bienvenido Granda, Daniel Santos y de Úrsula Hilaria Celia de la Santísima Trinidad Cruz Alfonso, o sea Celia Cruz.
No era extraño que ‘Cabirol’ canturreara bajo el sol tirano del medio día cuando encorvaba su cintura sobre los moldes de ladrillo. Entonces se le oía a media voz: “Vengo a decirle adiós a los muchachos/ porque pronto me voy para la guerra/ y aunque vaya a pelear en otras tierras/ voy a salvar mi derecho, mi patria y mi fe”.
En los días de asueto, sus pasos lerdos y marcados lo ponían en la ruta de los Tres Palitos, el Bar Rojo y El Tropezón, los bares de la época, en los cuales se situaba en un rincón dando la espalda a la pared, con el ‘Chijo’ Rodríguez, para embelesarse echando monedas en la ranura de un traganiquel, con los boleros de Olimpo Cárdenas, Agustín Lara y Lucho Gatica, a quienes seguía con voz de bajo tono.
Su historia nació en Zambrano en 1915. Hijo de Maria Báez, quien defendía su existencia con una tijera, un dedal y el metro de tela al cuello como modista. Algún buscón de datos nos dijo que su primera juventud la disolvió en Santa Marta, lugar, en el cual, con otros muchachos de su edad se agrupaban en comparsas, donde, para imitar la fama de los cómicos mejicanos de las cintas de cine como Borolas, Chicote, Tin Tan, Clavillazo, Resortes y Piporro, adoptaron apodos zumbones. Fue cuando Galván se ahijó el de Gabirol, un analgésico que tenía como efecto secundario una sensación de relax.
Otros creen que el apodo lo tomó de un sastre italiano quien con ese nombre vivió en la época del romanticismo europeo, con ganada fama de “vestir bien” a los nobles que acudían a su taller, y porque ese artesano lucía siempre con toda la etiqueta y elegancia de las modas de su época. Nosotros creemos que fue por el nombre del sedante Gabirol.
Cuando se nos vino a este pueblo, había jurado bandera en el Batallón Bomboná, del cual un pelotón se acantonó en el Hospital Rosario Pumarejo, entonces con pabellones sobrantes. En el primer permiso de salida se topó con Emma Vega. Desde ese momento le arrastró ala de galán hasta hacerla su mujer cuando hubo cesado su servicio militar. Con ella tuvo tres hijos varones, todos artesanos de buen nombre.
‘Cabirol’, cuando caía el sol, descendía por el Callejón de Pedro Antonio con el rumbo puesto al centro de la población. Sus pasos elásticos los remarcaba como los pistoleros cuando casaban un duelo a muerte. Dos tirantes sujetaban la pretina del pantalón de dril blanco, acartonado de almidón, que subía un poco debajo de las tetillas. Para evitar las arrugas del mismo en los quiebres, se decía que se los calzaba subido en una mesa. Lucía camisas bordadas de alamares como los charros, no faltando el sombrero blanco de ala corta a lo Gardel. Unas patillas negras remarcadas con lápiz de ceja bajaban de su cara angulosa y cetrina hasta el pegue de la quijada inferior, y unas botas vaqueras con las bastillas del pantalón por dentro y herradas de carramplones, completaban la imagen de este personaje.
Era el típico bacán que vivía su propio mundo sin inmutarse por “el qué dirán” los demás habitantes del planeta. Nadie recuerda haberlo visto malhumorado, ni oír que de su boca salieran palabras de indecencias, como tampoco discordias con ninguno. Se le recuerda por su modo extraño de vivir, por su atuendo llamativo, por lo simbólico y figurativo con que expresaba sus ideas, y por la marca laboral, aun no batida, de hacerse un millar de ladrillos al día.
No faltaba quien dijera que fumaba tabacos estimulantes pero nadie pudo afirmar que lo viera en esas andanzas. Algunas anécdotas y frases de sentido gracioso quedaron de él. He aquí varias:
En una hora temprana iba ‘Cabirol’ para el mercado y, al pasar por la Plaza Mayor, en el pretil de la botica esquinera de doña Rosa Urbina, dormía un borracho. Dos agentes de policía hacían por despertarlo, entonces él los amonestó diciéndoles: “Señores almirantes de la patria, déjenlo quieto. A ese lirón se lo tragó la aurora”.
A su paso de camaján elegante, cuando cruzaba las esquinas, a las personas que lo espiaban, les sonreía para mostrarle sus dientes laminados de oro. Entonces con un dedo se señalaba la dentadura para decir: “Aquí va el tesoro del pirata Morgan”. Hubo una ocasión en que alguien le salió al encuentro para hacerle burlas imitando los movimientos de péndulo de sus brazos y su marcha de ganso tardo. ‘Cabirol’ le miró un instante y, con el dedo de la acusación, le dijo: “Babilla busca tu charco”.
A veces lanzaba expresiones sueltas, fruto sin duda de alguna meditación, como esta: “Nacimos para morirnos, y eso es un vacilón de Dios”.
Para referirse a la policía, decía: “El que nace para tombo trae el manduco en su pañal, y el pito de chupo”.
Para prevenir un peligro, se le oía decir: “No están seguros los pio pio cuando hay un miau miau en el solar”.
Para realizar las ventajas del trabajo expresaba: “El que suda su jornal no vive en el esguarrule”.
Medía el desnivel entre un adinerado y un empobrecido cuando decía: “El pobrete y el ricacho viven en la Catedral, el rico de monseñor, y el pobre de sacristán”.
‘El viejo Pello’, era el apelativo que Cabirol le daba a Pedro Castro Monsalvo, senador, embajador, gobernador y ministro que había sido, y por eso los vallenatos le tenían el respeto como a un semidios. Sólo él tenía el trato de tú a tú con esa figura nacional. El doctor Castro se embebía con las extrañas ocurrencias de ‘Cabirol’, por la expresión de sus ideas en un lenguaje figurado y por sus gesticulaciones al transmitirlas.
Hubo un tiempo en que trabajó en El Zanjón, una hacienda del hombre público, como alfarero en ladrillos. Ausente el doctor Castro, a cargo de varios asuntos allí quedó su esposa, Paulina Mejía. Un día, ‘Cabirol’ le solicitó el pago de un servicio, a lo cual ella se dio mañas para darle largas a la petición, por lo que el alfarero se fue sin concluir lo encomendado. Otro día, en un encuentro casual por la calle, el doctor Castro le hizo el reproche de haberle dejado sin concluir la tarea acordada, a lo que replicó ‘Cabirol’: “Viejo Pello, aguante el pollino y le cuento la jugada. Usted es una pinta chévere, pero doña Pau es barro del amarillo. Si hubiera estado en el Oeste ya estuviera con Lucrecia (la muerte) en la otra vida”. El doctor Castro le preguntó las razones de lo que decía, a lo que respondió: “Porque ella es muy lenta para sacar”.
En una ocasión, desde una esquina presenció el atropello de una volqueta que por no respetar la tablilla de pare, mató a un ciclista. ‘Cabirol’ llegó con exactitud a la cita que le impuso el funcionario para recibirle la declaración, como único testigo. Cuando le preguntaron los generales de ley, contestó: “Buenos días, míster sheriff. El cartoncito que dice que yo soy yo, narra que soy Galván Báez Gilberto, pero aclaro que no soy un gil. Mi tiempo respirado en este mundo es una cuarentena, como la del diluvio de Noé, el de la chalupa grande. Me ocupo como masajista de barro haciendo ladrillos. No me he matrificado, soy soltero como Clark Kent, el hombre de acero”. Sobre los hechos, expuso: “Ese giorno, como dicen los bambinos de Italia, no había jugada en la ladrillera y estaba sin hacer nada, o sea en el tibiri tabara como dicen en Cuba. Como andaba en el carrito de Nando, un ratico a pie y otro caminando, se me dio por turistear en la esquina esa, tirándomelas de Miro Miranda. El man venía zas zas en su enciclopedia tirando zancadas en esa garza de dos ruletas. En esas se vino a mil el rinoceronte con el mandril al volante y ¡tampundán!, listo el pollo…”
A los 81 años se lo llevó Lucrecia, como él llamaba a la muerte, el 18 de junio de 1996. Hubo consternación entre los vallenatos por ese deceso, pues se iba un bacán del paisaje urbano, de quien se hicieran comentarios jocosos por el significado paralelo de sus palabras; quien vistió su ropa como quiso lucirla, sin atajos por lo que pensaran los demás; que supo vivir el amaño de sus deseos, sin dejar resentimientos ni malos recuerdos, y sin salir jamás de su maravilloso mundo de fantasía.
POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN