Acá estoy de nuevo frente a mi aliado y cómplice durante estos días de descanso. Es inmenso, cautivador, delicioso, imponente y misterioso. Todos los días y las noches con el vaivén de sus olas besa las rocas y las playas en un coqueteo sin igual, tan antiquísimo como la fundación del orbe y sus cimientos. Puedo percibir su comienzo, pero no su final, está lleno de vida, misterio y asombro en su interior, que cautiva y asusta a la vez. Ningún mortal lo puede dominar, a todos infunde respeto y si te confías demasiado e imprudentemente lo desafías, la pelea está más que pérdida por knock-out inmediato.
Los hombres en el curso de los siglos hemos aprendido a disfrutar y beneficiarnos de él: su belleza exuberante, sus frutos exquisitos al paladar, su sal para el sazón, esa paz inefable que producen sus olas, ese gozo indecible que proporciona el contemplarlo como quien asiste a un espectáculo sinfónico, ese ir y venir de sus olas suaves cuando caen sobre quién se sumerge en ellas, ese alivio y calma que genera. Cuando se logra ir sobre él en una embarcación u otros vehículos es una experiencia placentera, más nunca de dominio, porque es como cabalgar sobre un león dormido, que al despertar devora a su jinete.
Pero hubo en los anales de la historia humana y sagrada, un ser maravilloso y extraordinario, demasiado pequeño para ser Dios y muy grande para ser hombre solamente, ese ser, ha sido, es y será el único capaz de dominar y doblegar el mar en su bravura, de descifrar su enigmático significado, de calmar la arrogancia de sus olas y de enmudecer su bullicio. Él caminó sobre el mar y calmó la tempestad, devolviendo la paz y el sosiego a los tripulantes de aquel barco, ellos sus incrédulos discípulos (Cf. Mt 8, 23-27). Él es Dios y hombre verdadero, que a los hombres lleva a Dios por el más maravilloso sendero: el camino de la fe, la esperanza y el amor.
Él mismo, un día sacó vida y alimento en una noche oscura y sin esperanzas para aquellos pesimistas pescadores, cuando echaron las redes en su Santo Nombre y sacaron tantos peces que no daban abasto en sus redes ante tal abundancia. Él también salvó a Pedro de morir ahogado por el ímpetu de sus olas. Es que así es Dios, tan generoso, que nos da su sol a todos, justos y pecadores. El universo mismo es para todos, sin egoísmo ni mezquindad. Así es Él, saca la vida de la muerte, la luz de la oscuridad y la esperanza florece en medio de la desolación más lúgubre.
El anterior relato es un maravilloso pretexto para hablarte de Aquel que caminó sobre las aguas y para decirte que está aquí, está a tu lado, te ama y eso nunca cambiará. Es un revolucionario que cambió para siempre la historia humana, ¿ya sabes su nombre?