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El Leandro que yo conocí

Por: JACOBO SOLANO CERCHIARO

Con escasos 9 años, fui con mis padres a la finca del viejo Pepe Castro, en las estribaciones de Manaure, muy cerca a El Plan, a uno de esos paseos que ya no se hacen y que reunían a la gente de la comarca al son de una buena parranda. Desde que llegué escuché el sonido del acordeón, interpretado por el gran juglar Toño Salas, acompañado por la figura de un hombre menudo, de baja estatura y con una expresión descomunal al cantar,  sus ojos me impresionaron, incluso me hicieron retroceder, pero poco a poco me envolvió ese misterio que cuando te atrapa es imposible salir, un mundo de melodías exquisitas que te llevan a conocer historias mágicas de un hombre  llamado Leandro Díaz,  su esfuerzo me impresionaba, no entendía cómo hacía para cantar y mantener al público expectante,  pero con el correr de las canciones descubrí que el secreto estaba en su humildad y carisma, ese que muchos anhelan pero que pocos poseen. Cantaba y cantaba y, entre más aplausos recibía, más cantaba, sin pretensiones, únicamente con la esperanza agradar a Dios y a la gente. Desde ese momento quedé marcado por el sentimiento de sus canciones y a medida que fui creciendo conocí mejor su repertorio, marcado por el buen vallenato, ese vallenato que está en crisis y perdido por el modernismo y que hace tanta falta. 

Las canciones de Leandro son un verdadero patrimonio: La casa de Alto Pino, El pregonero, Matilde Lina, A mi no me consuela nadie y muchas otras, que más que canciones son obras literarias que representan el sentir de una región; su colección es tan sencilla como sublime, describió atardeceres sin verlos, se basó en el amor, en la naturaleza, en los cuentos, en la tristeza, en Dios, su gran guía y en sus amigos, siempre los incorporaba dejando a un lado los celos musicales que hoy tienen tanta fuerza entre los compositores que viven en un choque de intrigas. Delimitó el país vallenato entre Hato Nuevo y Tocaimo, era vallenato y era guajiro; era romántico y también picaresco; un errante que cantaba por diez centavos una canción en la calle y no pensaba en ambiciones ni fama, su afán era darle nombre a su nombre, y sí que se lo dio. Su inocencia no tenía límites, por eso fue víctima de muchos robos de canciones, porque era desprevenido. Para mi Leandro es el juglar más importante de la música vallenata, fue un hombre alejado de los apegos políticos y además sufrió el rechazo que a diario viven los discapacitados hasta de sus familiares, nunca se amilanó a pesar de las burlas de algunos desalmados, representó la fuerza y la gallardía que debemos tener todos los seres humanos para asumir la vida que nos ha tocado. Sin duda un paradigma en todos los aspectos, El Eterno Juglar, como lo califiqué en mi libro Juglares Contemporáneos, ha muerto, pero nos dejo su alma simbolizada en su legado musical.  A Ivo y a todos los familiares mis sentidas condolencias. ¡Que viva Leandro Díaz por siempre!    

 

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