Visión Universal
Por: Luis Mendoza Sierra
Algo conozco de él. No tanto como para hacer un retrato. Quizás ni lo suficiente para asumir el reto de intentarlo, pero con un poco de audacia, desafiando el peligro de los lugares comunes, las imprecisiones y las bobaliconas, huiré del descomunal riesgo que se cierne sobre mi pluma sencilla y humilde, para rendirle… mejor no digo, porque desde el comienzo lo irrito.
Bien pudiera, ¿será posible?, decir lo que siento y que él no se entere, pero esa es una misión imposible, porque lo sabe todo. Tampoco aceptaría una actitud como esta, porque ahí si nadie más inflexible como Juan Gossaín, para rechazar y censurar toda acción u omisión hipócrita.
No estoy muy seguro de acertar. Sólo se que siendo sincero y escribiéndolo sin afanes de rebuscar en vericuetos literarios, tal vez echando manos de algunas paradojas, confío en que me aproximaré al Juan Gossaín con quien tuve la inmensa fortuna de compartir como su discípulo. Eso sí, intento guardar distancia del disparate en que caería si al desgaire, abordo los recuerdos de alguien a quien respeto y admiro profundamente.
Es la razón por la que anuncio de antemano, que libraré una verdadera batalla contra mi inevitable tendencia a sesgarme, creo que de manera inconciente, siempre que me refiero a Juan Antonio. Ahora que termino el prefacio y que, por fin empiezo, quisiera no hacerlo, porque también detesta la cursilería, pero de retos está hecha la vida. Además, de los arrepentidos se vale el diablo, decía con frecuencia mi abuela paterna, Celia Sofía. Entonces, ¿por qué he de claudicar sin comenzar?
Lo retrato blasfemando contra mí, con su voz aguda y sobremodulada, por las pocas cosas, así sean buenas, que he de decir de él. Creo no equivocarme: sobre la tierra no existe un ser humano a quien le repugne más un homenaje que a Juan Gossaín. Pero como se que las pataletas le pasan con la misma velocidad con la que una estrella fugaz recorre el firmamento infinito, prefiero ser osado. Además, extraño sus regaños y uno más ahora es como un bálsamo para la vida.
Ahhh… esperen, algo no está claro: entre escribir bien y hablar bien existe una distancia que encaja perfectamente en la definición de la línea recta. Es la distancia más corta entre un punto y otro, pero Juan, cuando Yamit lo invita a la radio, siente temor de que su voz ronca y aguda no tuviera acogida entre los oyentes. Tres décadas después, otra es la historia; los oyentes de RCN extrañamos su voz sonora y melodiosa, aunque colgó el micrófono hace menos de una semana.
Mi referencia a la sobremodulación de su voz se reduce, estrictamente, al escenario paternal. Sus regaños, como de padre a hijo, casi siempre con razón, tienen una desafinación y volumen que taladran el cerebro. “No se la embarre con papito”, les decían ‘Pacho’ Tulande, Victor J. y Juan Manuel Ruiz, a los periodistas que descuidaban algún detalle en la confección o la difusión de las noticias.
Se transformaba inmediatamente y no podía disimularlo. Además, porque su franqueza tampoco se lo permite. Imagínense semejante desafío de estos mortales: escribir y hablar al aire con un maestro de maestros como jefe. Ciertamente, también es una gran oportunidad.
Juan Antonio es un mítico personaje, poseedor de una magia arrolladora que arrasa hasta con el más colosal sentimiento humano de resistencia al encanto. Nadie que se acerque a él puede evitar la atracción que genera su figura de sabio milenario y su prosa suave y lúcida.
Su inteligencia natural y su memoria fotográfica constituyen la más sorprendente mixtura que ser humano alguno ostente. Como en reveladora evolución alquímica, su cerebro guarda con precisión el más exquisito y codiciado archivo de información universal.
Escribe como los dioses y conversa con la gracia de las diosas, tanto que su disfonía es un adobo para su rica parla. Humilde pero orgulloso, tierno pero inflexible. Pasivo pero fogoso. Su efervescencia febril pero fugaz, asusta. Dispara a quemarropa, con franqueza y sin ahorro de emociones. Sus inolvidables furruscas, ¡Madre santa! humedecieron muchos ojos en RCN. Lamentablemente es perfecto, luego nunca se equivoca, y siempre tiene la razón.
Es inmortal, y por ello sería maravilloso, antes del viaje final en el que se nos adelantó recientemente mi amigo Alberto Duque López, tan natural para los que como yo, sí morimos, volver a compartir con el maestro, el consejero, el amigo probo, en ocasiones sentimental, y cómplice. El contador de historias. El maestro del gracejo y del comentario picante. Maestro de maestros. Mi maestro Juan Gossaín, quien, parodiando la dedicatoria de Gabo para el Maestro Escalona en Cien Años de Soledad, es el ser humano que más admiro en el mundo.
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