En los tiempos remotos, también en los antiguos, modernos y contemporáneos, el hombre ha sido el mismo, en cuanto no ha cambiado su naturaleza existencial. No podría hacerlo, pues no depende de él.
Se ha ocupado materialmente de sí, y, quizá, especialmente, de su realidad mortal. La filosofía existencialista está colmada de tales preocupaciones y, desde luego, la religión.
Eso ha hecho que a la base de su vida, la religión y la filosofía hayan sido asuntos prioritarios dentro del ámbito de sus inquietudes. No ha habido conglomerado humano que no se haya preguntado por el sentido de la vida y de la muerte, y uno que otro filósofo que no la haya convertido en máxima preocupación, como es el caso de Martin Heidegger. La parca nos preocupa a todos.
Finalmente, ese es uno de los motivos por el cual los atenienses condenaron a Socrates, no reverenciar la muerte con la piedad religiosa. Claro que también por filosofar: sus acusadores le dijeron, deja de filosofar y se acabará el juicio. De modo que filosofar también es peligroso, en todos los tiempos. Así que por punta y punta, Sócrates no escapaba a la muerte.
La vida y la muerte, dos extremos que tienden una cuerda floja por la que pasamos, como volatineros, temblorosamente, los humanos nuestras peripecias, unas líricas y otras dramáticas.
La segunda realidad, solemos burlarla con variadas ocupaciones, unas alocadas y otras cuerdas, pero ellas no son más que distracciones temporales, al fin y al cabo la terrible llegará irremisiblemente.
Superficialmente, se tiende a creer que los griegos antiguos no hacían más que filosofar, cuando además eran gentes religiosas, esperanzadas en una ayuda sobrenatural, de los dioses, compadecidos de las impotencias humanas, a quienes se recurría también, por ejemplo, para encomendarles la victoria de una campaña militar. Así lo atestiguan sus muchos templos y santuarios. Los tenían erigidos a lo largo y ancho de su bella geografía.
Aquí me referiré solamente a algunos. Claro, primeramente debo hacer ante cada uno de los dioses las venías de las que son merecedores, en su Panteón, de los montés Olimpo y Parnaso. Ellos responderán una vez que se hayan llevado a cabo los ritos pertinentes, purificaciones, sacrificios y ofrendas, lo que harán a través de las personas que han recibido la inspiración divina, los sacerdotes o intermediarios entre los dioses y el resto de los mortales. Ellos serán los encargados de desentrañar la voluntad de los dioses, en los casos enigmáticos.
Sin embargo, los dioses no responderán por el mal uso o interpretación de sus palabras. Así se condena o se salva la libertad humana. Hacia finales de la época arcaica( siglo VI a.c.) la historiografía menciona los oráculos de Apolo en la ciudad de Delfos, Zeus en la de Dodona, Apolo en la de Mileto, Zeus- Amón, en Libia, Artemis de Efeso, Asclepio en Epidauro. Hay muchos más.
Pero los griegos no sólo tenían sus dioses en aquellos montes sagrados, sino que, respecto de la muerte, en la región del Epiro (al suroeste de Macedonia) había un singular santuario oracular, dedicado a los dioses infernales — diabólicos– Hades y Persefone, ubicado en la desembocadura de los ríos Aqueronte y Cicito, junto a la laguna de Aquerusia, donde los griegos situaban la entrada al mundo infernal, para recibir a los malhechores. Desde los montes de Pueblo Bello. rodrigolopezbarros@hotmail.com
Por Rodrigo López Barros