Al terminar el 52 Festival Vallenato queda una sensación parecida a la del guayabo de una parranda. Es la sensación de que el Festival está en una encrucijada de la cual puede salir muy bien librado o no salir. Que fracasó en sus metas de generación de empleos, turismo y utilidades pero que, también, regresó a sus orígenes que son sus compositores, sus nuevos acordeoneros y ahora acordeoneras, los niños, como los semilleros de la escuela que la Fundación ha impulsado con Claro. Fue una especie de resurrección de un festival en el cual, quizás, se nos había ido la mano y la plata en una costosa internacionalización que consistía en traer figuras de relumbrón que no se habían comido un chicharrón con suero en su vida. Lo que pasó en el más reciente Festival fue un campanazo de alerta también para que sus responsables hagan lo que han debido hacer desde hace mucho tiempo: unirse. Mientras que los colombianos de todos los partidos, regiones y credos encuentran en el Festival, durante sus fiestas, una especie de zona de despeje para poder convivir y disfrutar de la música de Escalona, Leandro, Pacheco, entre los vallenatos se reproducen y agigantan los enfrentamientos casi tribales entre las familias, de las cuales depende el incierto futuro del Festival. Es cierto, la Fundación ha hecho lo suyo y lo ha hecho bien: sin su esfuerzo el Festival no habría llegado hasta donde hoy se encuentra. Pero no se puede dormir sobre sus laureles, tiene que abrirse, dejar entrar a los actores reales, los músicos, los académicos, los empresarios, los folcloristas, los compositores y, por supuesto, desde el último fallo del Consejo de Estado, a las autoridades locales. Estas últimas deben entender, por su parte, que el Parque de la Leyenda Vallenata es la Notre Dame del vallenato: intocable. Y antes de que se incendie, como en París, unos y otros tienen que sentarse a encontrar una fórmula generosa de convivencia institucional que asegure en el largo plazo (por ejemplo, un contrato a 10 años prorrogables , que no someta al certamen a las indescifrables y cambiantes voluntades de gobernantes y políticos de turno), la supervivencia de una nueva Fundación, resultado de una asociación público privada que libere el Festival de tsunamis como el que se alcanzó a vivir este año cuando la falta de una programación oportuna, el escrúpulo de muchos colombianos de no saltar de la Semana Santa a la bendita parranda y la ausencia del homenaje a una figura emblemática como existió en otros años, llevó a muchos a quedarse en sus casas. La Alcaldía y la Fundación deben acordarse, antes de que sea tarde, los términos de un matrimonio institucional como el definido para manejar el Carnaval de Barranquilla, con libros abiertos al ciudadano. En EL PILÓN escuchamos el mensaje de importantes visitantes: desarmen sus espíritus, guarden los escudos de sus odios y salven el Festival antes de que sea tarde. Sálvenlo por la memoria de los ancestros que consiguieron hace muchos años que el entendimiento fundamental, el de las cosas que valen la pena, llegara al Valle y se quedara. Ustedes tienen la palabra.