Transcurrían los primeros días del mes de enero del año 1986, cuando los bachilleres preseleccionados para prestar el servicio militar de los colegios públicos del norte del Cesar y del sur de La Guajira se nos citó al batallón La Popa a una diligencia para definir nuestra situación militar.
Cien asustadizos y escuálidos bachilleres terminamos embutidos en tres buses de la empresa Copetrán con destino al prestigioso Batallón Escuela de Infantería, ubicado en Bogotá.
El batallón era comandado por el entonces teniente coronel Jorge Enrique Mora Rangel, quien llegaría a ser comandante del ejército durante el gobierno de Pastrana y comandante general de las fuerzas militares de Colombia en el gobierno Uribe. El comandante de mi pelotón tenía el rango de teniente efectivo, Luis Fernando Navarro Jiménez y también fue comandante de las fuerzas militares de Colombia durante el gobierno Duque. No puedo precisar el cargo que el general Montoya tenía ese año, pero creo que estaba vinculado con la XIII brigada, a la cual pertenecía nuestro batallón.
Como comandante del ejército, el general Montoya lideró enérgicamente la lucha contrainsurgente llevando la guerra a un punto de inflexión a favor del estado, después del nefasto período del gobierno Pastrana, que coincidió con la máxima expansión de las FARC, con su ingenuo y fracasado proceso de paz.
Pero la guerra fue librada combinando todas las formas de lucha, incluyendo la ayuda paramilitar y los falsos positivos. La política de seguridad democrática requería de hechos tangibles, para que la opinión pública la respaldara con contundencia, siendo menester ocupar a los medios de comunicación siempre con muertos. El sistema de estímulos para los militares que reportaran resultados operacionales estimuló y generó una perversa competencia por mostrar bajas en combate, degenerando en viles asesinatos de miles de civiles inocentes.
Del general Montoya recuerdo vívidamente dos noticias vistas en la televisión: la operación Jaque y su rostro quebrándose ante las cámaras en Bojayá, después de la masacre perpetrada por la guerrilla, sosteniendo un zapatico de un bebé, aparentemente, muerto en la explosión. Admirable la sensibilidad de un militar curtido ante semejante drama.
Esta semana un columnista escribió que fue un montaje, el general mandó a comprar previamente el calzado para preparar la escena. ¡Qué gran decepción! En honor a la verdad, el general obtuvo muchas victorias limpias frente a la insurgencia que, en esos años mostraba su peor faceta. No obstante, nada puede justificar su perversa actuación cuando sobre sus hombros recaía la responsabilidad de garantizar la vida de todos los colombianos, incluidos los más de seis mil asesinados.
Muchos colombianos esperábamos que, al menos frente a la JEP, el general optara por aceptar su responsabilidad, contar su verdad y pedir perdón a los familiares de sus víctimas que, no precisamente por omisión, dejó su nefasto paso por la comandancia del ejército.
El General Montoya se encuentra solo. La fiscalía le dio la espalda, la JEP —su tabla de salvación— ya le cerró las puertas, sus antiguos subordinados lo delataron y su exjefe, el expresidente Uribe, tiene suficiente con sus propios problemas. El resultado de la guerra hubiera sido el mismo sin los muertos inocentes. Ya su nombre no es asociado a los cargos que ocupó, a sus condecoraciones ni resultados operacionales, sino a los 6.402 falsos positivos. Deshonroso final para un militar que tenía como principio el honor.
Por Azarael Carrillo Ríos.