Por Miguel Ángel Castilla Camargo
miguelcastillac@hotmail.com
Hace poco, en los archivos de La Casa de Nariño se encontró un documento que podría considerarse material clasificado. Una hoja suelta con un verso de la más profunda inspiración, podría constituirse con el paso de los días en tal vez una de las cuartillas de la época de oro colombiana:
La somnolencia de la nulidad
Me está matando por dentro
Ven y calma este tormento
O carga con esa culpabilidad
No hay necesidad de invocar a Silva o al “Tuerto” López para saber que se trata de la producción de un artista que plasma la paquidermia nacional. Lástima que no tiene fecha, porque de tenerla, pobrecito del presidente de turno.
Consulté el texto con una sicóloga y me dijo que era típico de una mente bipolar. Luego fui donde un siquiatra y me expresó que era un caso simple de pre suicidio. Un politólogo me enseñó que ese tipo de aflicciones son cosas que pasan cuando el electorado no es de confiar. Por último una señora en Bosconia, después de leer el verso me dijo con sabiduría: “El flojo se conoce hasta sudao”.
Ser un flojazo es una dignidad que solo la ostentan aquellos que en el plenilunio de un coito fugaz fueron tocados por la inercia de la desgracia. En otras palabras, fueron concebidos bajo la escasez visceral de la madre naturaleza. Para no ser tan poéticos, es la maldición de los sindicatos, la competencia de las tortugas, el hazmerreír de las hormigas, el dulce del diabético. Aplica para hombres y mujeres, incluyendo sus distintas variables, clasificaciones y sinvergüencerías.
La flojera es la mamá de los pecados capitales. Es la suma de muchos defectos y pocas virtudes, es la piedra que nunca se sale del zapato. Es una forma de rebeldía que ofende a la almohada, es la entelequia vaga de la pereza en su máxima expresión, es el desperdicio que dejó la podredumbre, la calavera que necesita un gancho para sostenerse, la pecueca que nunca fue lavada, es el piojo que hizo camino. En conclusión, es la sombra fétida que mata los sentidos.
Es la enfermedad sin cura, la gangrena que carcome silenciosamente, la sangre infectada; el callo que te atormenta, la uña enterrada, el ojo puyado. Es el caldo que nunca obtiene el status de sopa, es la mentira que te ilusiona, la verdad que te ofende.
Cualquier desprevenido podría pensar que nos referimos al bobito del Congreso que no se leyó el texto de la Reforma a la Justicia, al contratista que se transforma cuando llegan las Regalías, o a la reina insegura que le dio modorra constatar si era verdad que había sido beneficiada con un proyecto campesino. Por ahí pasamos.
Otros podrían pensar que se trata del magistrado que habla todos los días con Jorge Isaacs -el de los billetes-, del pastor evangélico que amenaza a sus ovejas si no se “bajan” con el diezmo, del ingeniero de bolsillo que pega los últimos baldosines con sus babas, o del amante que se duerme en pleno acto sexual. Pues aciertan, pero vamos mucho más allá.
No se trata del amigo engañado por su mejor amiguis, del ladrón de cuello blanco que llora un reloj que le quitaron los contribuyentes, del abogado que deja vencer los términos y le dice a su defendido que el pleito está ganado, o de la mujer que va a citología cuando hay brigadas de salud gratuitas.
Se trata de seres muy particulares que tienen la mayoría de los órganos atrofiados de tanto hacer nada. Si ello lo conjugamos con la pobreza espiritual, tendremos al perfecto badulaque al que la paquidermia gobierna a su antojo.
Sin ellos no podría hablarse de problemática social, desempleo o improductividad; no habría madres regañonas, padres decepcionados, hermanos hastiados, vecinos irritados, perros sarnosos ni gatos mal educados; gracias a ellos la cigüeña llega tarde y los préstamos los adjudican cuando le sale moho al beneficiario. Esos son a los que la manzana de adán –glotis- les tiembla el viernes en la tarde, los mismos que se enferman los martes después de un lunes festivo.
Entre otras cosas, les da pereza pensar, hacer, construir, elaborar, realizar. Mejor dicho, son enemigos de los verbos proactivos. En vez de la glándula que regula el sueño tienen una “display” de valeriana. Es fácil reconocerlos porque siempre están ocupados en alguna cama vegetando, no propiamente comiendo verduras.