En el corazón del Caribe colombiano, entre la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá, yace la cuna del vallenato: Valledupar. Este es un lugar donde el tiempo parece detenerse en la calidez de su gente y en la cadencia de su música. Pero más allá de su belleza natural y cultural, Valledupar ha estado históricamente aislada.
En esta tierra de contrastes, María Fernanda Araújo Baute y yo nos encontramos inmersos en un proyecto que nos llevó a descubrir una conexión inesperada con otra ciudad del norte colombiano, Riohacha. Durante nuestras investigaciones para crear el índice de la Notaría de Riohacha, nos topamos con un documento que resonó profundamente en nosotros: el número 68. Este número, aparentemente insignificante, abrió las puertas a una historia olvidada que conectaba directamente a Valledupar con los planes audaces de desarrollo del siglo XIX.
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El documento en cuestión, fechado el 13 de diciembre de 1873, un poder, nos presentó una ley emanada por el Estado Soberano del Magdalena Ley 250 del 2 de octubre de 1873. Esta ley otorgó a Nicolás Daniés (padre) el privilegio de construir un ferrocarril que conectaría “el puerto de Riohacha a las minas de carbón que existen en el distrito de Barrancas, en el departamento de Padilla, y que de ella vaya al puerto salguero sobre el río Cesar pasado si fuere posible por las poblaciones de Barrancas, Fonseca, San Juan, y Valle Dupar”.
Este ambicioso proyecto no solo prometía una vía de transporte vital para la región, sino que también albergaba el potencial de transformar Valledupar en un centro logístico e industrial clave en el norte de Colombia ya que concebía la canalización del río Cesar como de la explotación de las minas de carbón de Riohacha.
Indalecio Liévano, yerno de Nicolás Daníes, fue el intermediario designado para representar los intereses de la familia en Bogotá, buscando facilitar así la implementación de este monumental proyecto. De hecho, Liévano fue una figura lo suficientemente prominente como para construir de su propio bolsillo el “Palacio Liévano” en la Plaza de Bolívar de Bogotá, que hoy alberga la alcaldía de la ciudad. Este gesto no solo ilustra la magnitud de la influencia y la riqueza de la familia Daníes en ese momento, sino también la importancia estratégica del proyecto del ferrocarril.
Sin embargo, la historia no siempre sigue los planes trazados en el papel. A pesar de los esfuerzos iniciales y las promesas del decreto legislativo, el ferrocarril nunca se materializó. El carbón de Barrancas se transportó finalmente a través de una línea de tren aislada que termina en Puerto Bolívar, un enclave que es un mero puerto. Esta decisión significó que Valledupar, con su ubicación estratégica y su potencial económico latente, permaneciera al margen del desarrollo ferroviario que habría transformado su destino.
Hoy en día, contemplamos este capítulo olvidado de nuestra historia con una mezcla de asombro y reflexión. La oportunidad perdida de convertir a Valledupar y Riohacha en un núcleo de progreso económico y desarrollo industrial sigue siendo una lección valiosa. Nos recuerda que entender nuestro pasado no solo es una cuestión de nostalgia o curiosidad académica, sino una guía para el futuro. Al explorar propuestas visionarias del pasado, como el ferrocarril propuesto de Riohacha a Valledupar, podemos vislumbrar nuevas posibilidades para revitalizar nuestra región y empoderar a nuestras comunidades.
Al final, cada palabra del documento histórico que María Fernanda y yo descubrimos resuena como un eco del potencial perdido y un llamado a la acción. Nos invita a imaginar un futuro donde Valledupar no solo celebre su rica herencia cultural, sino que también se convierta en un centro de innovación y oportunidad para las generaciones venideras. En este viaje de redescubrimiento histórico y proyección hacia el futuro, encontramos la inspiración para construir puentes que conecten nuestra ciudad con el mundo, enriqueciendo así tanto nuestro presente como nuestro legado para las futuras generaciones.
Por Ernesto Altahona Castro.