Muy interesante el texto escrito por el exministro José Antonio Ocampo, en el que analiza e interpreta con gran rigor académico el decurso de la historia de Colombia, desde la perspectiva de su arquitectura institucional, su evolución y las tensiones entre las fuerzas políticas que han defendido e instaurado el centralismo y la centralización y las que han abogado por el federalismo primero y por la descentralización después.
El siglo XIX, el siglo XX y lo que va corrido del siglo XXI han sido testigos de este pulso entre estas dos tendencias, las cuales han adquirido alcances y connotaciones diferentes según los distintos contextos en el que han tenido lugar. Me propongo hacerle algunas acotaciones a este texto, como una contribución al mismo.
Tal como lo plantea Ocampo la incipiente y frágil economía colonial, basada fundamentalmente en la extracción del oro, era “completamente desarticulada”, una especie de “economía de archipiélago”, en rigor no se puede hablar todavía de una economía nacional. En tales circunstancias, hasta los conceptos de nacionalismo y nacionalidad, así como el de las influencias ideológicas a escala nacional eran una quimera. Por lo demás, para la época la estructura del Estado era difusa, reducida y enclenque.
Despuntando el siglo XX, el gran pensador colombiano Luis López de Mesa conceptuó que Colombia misma seguía siendo también “un archipiélago de regiones”. Ello dio lugar a la “segmentación del poder político”, de la cual nos habla Ocampo y de la política misma en un país balcanizado, expuesto a los continuos enfrentamientos y antagonismos de sus fuerzas políticas contendientes.
La máxima expresión de esta segmentación fueron los cabildos integrados por las élites criollas, los cuales tuvieron un gran protagonismo en los albores de la lucha independentista y fue justamente allí en donde se incubó el germen de la emancipación.
No deja de ser irónico y paradójico, como lo señala Ocampo, que “la única fuente de unión de estas élites locales era el poder imperial” de la corona española que sojuzgaba a Iberoamérica, el mismo que dada su propia decadencia entre los siglos XVII y XVIII alentaba los caudillismos locales. De allí que una vez alcanzada la independencia sobreviene la fragmentación y confrontación de las fuerzas políticas a falta de un enemigo común que las cohesionara.
Podría decirse que este es el más remoto antecedente del “federalismo radical”, que yo catalogaría como “federalismo balbuceante”, propio de la vacilante “patria boba”, del cual nos habla Ocampo.
Tres constituciones sucesivas, la de 1853, la de 1858 y la de 1863 fueron de corte federalista, siendo esta última la que más perduró y la que más lejos fue en su propósito de empoderar a las regiones como una forma de superar el localismo del primer asomo de federalismo en Colombia, al tiempo que se descentralizaran tanto las rentas como los gastos del Estado. Y ello fue posible gracias a que la Constitución de Rionegro se gestó a partir de un relativo consenso político, de una gran coalición liderada por el general Tomás Cipriano de Mosquera.
Por Amylkar D. Acosta M